Al construir una huerta, en una escuela bajaron el grado de violencia

En una escuela de Burzaco empiezan a cambiar las mentalidades y desde allí se puede pensar en una verdadera calidad de vida, más allá de los libros del colegio. En el amplio patio se pueden apreciar hojas de zanahoria, lechugas frondosas y el crecimiento de las cebollitas de verdeo. Es la Secundaria Nº 56, donde se cuenta que “mientras echan raíces los vegetales, los chicos van disminuyendo su ira”. Sí, una muestra más de cómo la madre naturaleza puede educar los malos hábitos humanos.

Nicolás, de cuarto año, lo dijo con la honestidad absoluta de un adolescente que encontró un buen lugar en este proyecto: “buscábamos la mínima oportunidad para pelearnos, pusimos este proyecto y cambió la escuela. Cuando estamos mal, venimos a la huerta, ponemos música y trabajamos”.

Claudia Concetti, vicedirectora, explicaba que la huerta surgió como iniciativa de la profesora de fisicoquímica, Silvia Müller. “Hace seis años, la escuela tenía muchísimos problemas de violencia. Los alumnos canalizaban su energía con agresiones físicas y verbales. La profesora comenzó a hacer preguntas personales y salió que a ellos les hubiera gustado trabajar en la tierra. Y ahora, trabajan esa misma energía con la pala y la tierra”.

La profesora Müller se contactó con la Fundación Huerta Niño (fundada en 1999), que apoyó a la escuela con información e infraestructura. Con anterioridad al apoyo de la fundación sembraban a destiempo, no conocían el cuidado sobre ciertos vegetales.
Huerta Niño hace una tarea que apunta a aliviar el problema de la desnutrición y la malnutrición infantil, creando huertas de media hectárea, especialmente en escuelas rurales.

Esta organización civil detectó que las huertas son “una verdadera solución, probada y sustentable, que no es asistencial, ni son un paliativo”. Juan Lapetini, su director, asegura que “es una forma de generar conocimiento e involucrar a la comunidad”.
Las peleas de cada día cambiaron de “raíz”. Esos actos violentos, tanto como las palabras o gestos discriminatorios en las aulas y fuera de ellas en los recreos y la calle, eran un tema que pesaba sobre todos. “La fuerza se fue a la tierra”, describió una docente.

Por si fuera poco, con la huerta mejoraron las calificaciones y los boletines de asistencia.
Carlos, también de cuarto año, tomó una pala y luego del esfuerzo, quitando las hierbas, dio un ejemplo de lo que se vive en ese rincón juvenil de Burzaco. “Me llevé una lechuga y un coliflor. Son riquísimas las verduras, son muy grandes y distintas a las de la verdulería”.
Esas verduras, por si fuera poco, ahora sirven para el propio comedor escolar. “El excedente se lo llevan los chicos a sus hogares”, advierte el director. E incluso parte de la producción se comparte con la comunidad.

Como esta huerta, hay 200 en distintas provincias. La primera fue en Chaco, en la comunidad de la Guará, y en total habría unos 12 mil chicos involucrados en proyectos similares.
Por último, el objetivo es también que las huertas se repliquen en los hogares. Lapetini enfatiza: “Llevar las semillas a las casas”. Reconoce que la parte más complicada es, finalmente, que en la familia se cocine con lo cosechado, porque pasa que muchas veces los padres no comen verduras.

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La huerta permitió también vincular la tierra con las horas de clase. En Matemática se analiza qué porcentaje de agua necesitan los tomates para crecer; en Geografía, los tipos de cultivos de acuerdo a la región, zona y clima. Incluso lo alumnos también escarbaron en su pasado y apreciaron el trabajo de sus abuelos campesinos.

Matías, otro alumno, dice que gracias a la huerta distingue los sabores que da sembrar por temporada y sin agroquímicos. “Trabajo en una verdulería, no es el mismo el tomate de nuestra huertita. Le ponen muchos químicos y están en cámara para que se pongan rojos”, explica.