Bruce Chatwin fue un viajero compulsivo con un talento literario fuera de lo común, que llegó al sur de nuestro país y supo verlo como pocos.
Alguna vez el historiador argentino Osvaldo Bayer escribió una feroz catilinaria al TLS londinense acusando a Bruce Chatwin de distorsionar la información que él le había facilitado sobre la rebelión anarquista en la Patagonia y que publicó en su libro “Anatomía de la inquietud”, utilizándola en forma de calumnias, mentiras y embustes propias de un mercenario. Se conocieron en París, cuando el escrito británico fue a visitarlo al hotel en el que estaba parando con Hector Olivera, director de “La Patagonia Rebelde”. Sin embargo, esos anarquistas que Bayer había rescatado del olvido – en palabras de Juan Forn- salieron bien parados en el libro de Chatwin, a pesar de las distorsiones a las que el escritor inglés los habría sometido, con la insensibilidad de un personaje de la picaresca londinense.
Bruce Charles Chatwin nació en 1940 y murió en 1989 víctima de una misteriosa infección que contrajo en China a causa de la mordida de un murciélago: ésta fue la primera versión. A sus amigos iba a darles distintas versiones, cada cual más fantástica, de su enfermedad. Su vida fue intensa y fugaz; murió dejando tras de sí una estela compuesta de seis libros, un puñado de artículos y una leyenda que él mismo contribuyó a fomentar.
Lo cierto es que en un momento de su libro sobre nuestra Patagonia, el joven inglés llega una noche tarde a un caserío, donde le dan lugar para dormir. Cuando se levanta a la mañana siguiente para irse, pregunta cuánto debe. “Si no hubiera ocupado usted esa cama, nadie lo habría hecho”. ¿Y por la cena? “Cocinamos para nosotros y le dimos lo que sobró”. El mate, entonces, dice Chatwin. “Nadie paga por el mate”, le contestan. “Déjenme al menos pagar por este pan y el café”, insiste. Y le contestan: “El pan no se le niega a nadie, pero el café con leche es cosa de gringos, así que se lo cobro”.
Juan Forn sostuvo Chatwin jamás estuvo del lado del imperio cuando escribía y desconfiaba especialmente cuando el imperio se hacía pasar por la voz de la razón, como le pasaba con Darwin. “Hay una debilidad entre los naturalistas viajeros: maravillarse ante la perfección de las especies raras animales o vegetales y espantarse, en cambio, ante los hombres que no son como ellos”, dice Chatwin, rebelándose ante aquel triste pasaje de Darwin en Tierra del Fuego cuando vio a los yámanas bailando y creyó encontrar el eslabón perdido entre nosotros y los primates. “He leído de punta a punta el único diccionario yagán que existe y puedo dar fe de que sus hablantes usaban tantas palabras como usó Shakespeare en sus obras”, dijo Chatwin. Y, por si caben dudas, agregaba: “Los yámanas se llamaban así a sí mismos porque yámana en yagán significa vivir, respirar, recuperarse de la enfermedad, estar en sus cabales”.
Viajero irredento, extraordinario contador de historias y con una fina sensibilidad para el arte: se dice que fue durante el período en el que trabajó en la casa de subastas Sotheby’s –de la que llegó a ser director-que detectó un falso Picasso y que esa agudeza le valió posicionarse como “la” autoridad en arte impresionista. En su transitar por el deslumbramiento del nomadismo, Chatwin supo entender que “hay que estar dispuesto a desprenderse para seguir viaje tan liviano como se empezó”, que “lo mejor es llevarse ropa de descarte (…) de manera que los objetos que se dejan continúen su ciclo de uso en otras personas”. Es decir que en el ejercicio de renovar el equipaje conforme se anda, para volver a dejarlo y así sucesivamente, se hace carne el desapego.
“Cuando releemos a Bruce Chatwin, encontramos en él muchas cosas que todavía no se han señalado", respondió su colega Hans Magnus Enzensberger, desde las páginas del Times Literary Supplement. Tal vez allí se halle la respuesta para quienes hostigaban a Chatwin a que confesara la verdad.