cultura

La historia del creador de Pedro Páramo

A Juan Rulfo le bastaron dos libros para ser considerado uno de los mayores escritores latinoamericanos de todos los tiempos.

Interés General

28/01/2025 - 00:00hs

En sus documentos era Juan Nepomuceno Pérez Viscaino. Cuando tenía cinco años vio cómo traían a su padre muerto, a horcajadas de un caballo, con un balazo en la espalda. A los nueve vio morir a su madre. Descubrió los libros en casa de su abuela, los había dejado un cura que huyó cuando comenzaron las guerras cristeras, pero el niño Juan casi no tuvo tiempo de leer ninguno porque lo mandaron a un internado, y de ahí a la capital, cuando cumplió los dieciocho.

"Por lo sombrío que soy, creo que nací a la medianoche", declaró alguna vez. Acostumbrado a tratar con fantasmas, los seres de la vida real son para él menos manejables que los que tan admirablemente ha puesto en su lugar en la ficción, y a través de la ficción en la mente de tantos lectores suyos en el mundo. En ese sentido, su amigo Augusto Monterroso escribió: “Rulfo es un caso único. Se puede detectar una escuela o una corriente kafkiana o borgiana; pero no la rulfiana, porque no tiene imitadores buenos. Supongo que éstos no han comprendido muy bien en dónde reside el valor de su maestro”.

Rulfo no sirvió para militar ni para abogado ni para cura, así que fue empleado público: burócrata de escritorio en el Departamento de Migración. En el DF no conocía a nadie así que se quedaba escribiendo (“como platicando conmigo”) cuando los demás se iban de la oficina. Un día de 1940 fue a hacer sus papeles María Luisa Bombal, la escritora chilena. Rulfo tenía veintitrés años y le cayó tan bien que ella le dejó un libro de regalo,” La última niebla, un libro que influyó mucho en su manera de escribir.

Rulfo se refugió toda su vida en el enorme aparato estatal mexicano: después del Departamento de Migración (y el breve intermezzo en la Goodrich), fue becario de un programa para escritores jóvenes; la beca era de dos años; durante el primero escribió los cuentos de “ El llano en llamas”, para “soltar la mano”, según dijo después, y poder encarar la novela que soñaba hacía diez años. Los cuentos que integrarían “El llano en llamas” irían apareciendo en la revista América. El libro apareció en 1956 en la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, y cayó sobre el panorama literario mexicano como una bomba.

Esa novela que soñaba la terminó escribiendo en cinco meses: eran más de trescientas páginas, que fue adelgazando a fuerza de tachar y suprimir hasta dejarla en los huesos: 120 páginas. Se iba a llamar “Los murmullos”; el mismo lunes en que la entregó a la editorial le cambió el título a “Pedro Páramo”. Cuando regresó al pueblo donde había vivido y lo encontró despoblado, la gente se había ido, echando candado a sus casas. Allí pasó la noche, escuchando al viento que no dejó de soplar un instante, y ahí se le ocurrió entera la novela que lo haría célebre en el mundo entero.

Cuando el respetadísimo JM Cohen, crítico del Times Literary Supplement y asesor de Penguin Books, leyó “Pedro Páramo”, lo encontró demasiado sutil. Dijo que se perdía en los cross-fadings (un término que usan los radioaficionados para referirse a las voces que se difuminan porque otras se les superponen). Tiempo después Cohen se quedó ciego. El mexicano Jaime García Terrés fue a visitarlo a su casita en las afueras de Reading y el inglés le contó que había vuelto a leer el libro de Rulfo, en Braille, y estaba maravillado: veía todo, veía México, veía a los muertos, veía hasta el ruido que hace el silencio porque, como todos sabemos, en Rulfo nadie escribe, alguien habla nomás; el inglés Cohen necesitó quedarse ciego y tocar las palabras para poder verlo.

Lo cierto es que Rulfo no escribió más. Pero, a diferencia de Rimbaud y de Salinger, no se escapó a ningún lado; se limitó a refugiarse en el Estado mexicano (esta vez en el INI, el Instituto Nacional Indigenista, donde se pasó más de veinte años corrigiendo anónimamente los errores históricos y antropológicos de las publicaciones del instituto), así que padeció de cuerpo presente la maldita pregunta, desde que publicó sus dos libros hasta que murió en 1986.

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