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Ejército nacional o país bananero

Una crisis existencial envuelve a las Fuerzas Armadas. Suman a la confusión la ausencia de organización y profesionalización, la obsolesencia del material y el generalizado desmantelamiento de la industria de la defensa.

La degradación ha sido total y la Argentina se ha quedado sin un Ejército capaz de proteger sus fronteras ante cualquier intento exterior de atacar nuestra soberanía.

La demostración cabal, trágica y evidente es la desaparición del submarino Ara San Juan, sobre el que nada saben las familias de los 44 tripulantes, pese a que hoy se cumplen cinco meses del episodio . 

La falta de inversión y la aguda situación por la que atraviesa la fábrica Tandanor, encargada del mantenimiento de los submarinos, es un hecho conocido. El vaciamiento y los despidos promovidos por el Ministerio de Defensa de la Nación se esparcen como un virus que poco a poco nos va dejando indefensos.

En Fanazul, una planta perteneciente a Fabricaciones Militares, las autoridades avanzan con el desmantelamiento. El Gobierno decidió cerrarla definitivamente y, pese a la lucha quijotesca de los 250 despedidos que bloquean el acceso al lugar, nada impide que los camiones enviados por el Ejecutivo se lleven maquinaria y equipamiento.

Se sabe también que la crisis alcanza a la Fábrica de Aviones Brigadier San Martín (Fadea), que supo construir el Pucará que operó en la Guerra de Malvinas y que hoy no puede producir nada si no es con ayuda extranjera. Más de 70 despidos y 550 suspensiones se cuentan en lo que va del año. “Hay que ser eficientes”, repite el ministro de Defensa, Oscar Aguad, que, como el resto del Gobierno, ve un gasto donde debería ver inversión.

En los países desarrollados, pero también en nuestra región, los gobiernos priorizan a las Fuerzas Armadas, las dotan de recursos y las fortalecen. 

Pero no hace falta mirar más allá de nuestras fronteras para comprender su importancia. Basta con que nos miremos en el espejo del Ejército Sanmartiniano, base de nuestra independencia y sin el cual hubiera sido imposible librarnos del yugo español. 

En los cimientos de nuestra historia está la síntesis de lo que deben ser las Fuerzas Armadas: un cuerpo común para defendernos de cualquier amenaza externa.

Pasaron los siglos y olvidamos aquella enseñanza. Los gendarmes descuidaron las fronteras por las que pasa la droga, la trata de personas y la delincuencia para trasladarse a lugares en los que esa violencia se extiende como reguero de pólvora. 

Entre las prioridades de este Ejército también han aumentado las tareas de inteligencia interna. Como si el enemigo estuviera entre nosotros. Como si un resabio de los años de plomo de la dictadura militar todavía quedara enquistado.

Fue en aquellos años, en los de la dictadura, en los que la institución perdió todo respeto. Porque se volvió contra la sociedad, porque empleó su aparato represivo para perseguir, asesinar y desaparecer a sus compatriotas. La corrupción social, política y moral envileció al país.

¿Pero acaso no contribuyeron también en la degradación políticos, empresarios y clérigos que fueron cómplices de aquellos militares arteros? ¿Acaso no votamos en cada elección o no seguimos yendo a misa? La esperanza parece haber triunfado en estos ámbitos.

Habrá que demostrar que otro Ejército es posible. Profesionalizarlo, darle armamentos y capacidad de defensa, pero también, y sobre todo, devolverle el respeto social mancillado. Pensar, por qué no, en formar dentro de él a nuestros jóvenes, adolescentes sin posibilidades de futuro que a través de la institución podrían terminar la secundaria, aprender un oficio, adquirir las facultades del orden y el respeto a la autoridad, bases de una nación civilizada. 

El país se debe unas Fuerzas Armadas. Porque nada bueno se puede construir sobre la base de sociedades corruptas, caóticas e indefensas. Nos debemos un ejército Sanmartiniano.