El Mundial, el FMI y nosotros

Como una burbuja, la ilusión argentina en Rusia se pinchó. La angustia, que podría ser solo deportiva, es algo más grande, porque desde hoy nos vuelve a enfrentar a las preocupaciones cotidianas de la coyuntura económica, esas que el Mundial adormeció en estas dos semanas en las que nada era más importante como ver a Lionel Messi levantando la Copa, imaginarnos campeones y felices.

Pero la fiesta acabó y, como canta Joan Manuel Serrat, vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza, el avaro a las divisas.

Si como en un conjuro, menos de 24 horas después del cachetazo francés ayer amanecimos con otro aumento del 5% en las naftas (Ver página 2) y eso, en un país de paupérrima logística sobre ruedas, es combustible para una mayor inflación. Ya sin esta última suba los economistas proyectan que el costo de vida de junio podría registrar un incremento de entre el 3% y el 3,5% (el mayor en lo que va del año) y que la inflación anual en 2018 superaría el 32%.

Los caminos de la economía argentina que emprende el Gobierno son tanto o más erráticos, improvisados y sinuosos que los tomados por la Selección en Rusia. Con una salvedad: aquello era nomás un juego, sin mayores consecuencias que la aflicción de un día. En la realidad, el alza de precios, el dólar rozando los $30 y una devaluación que en solo seis meses trepa casi al 60% deteriora el poder adquisitivo, condena a la pobreza a mucha más gente, socava las posibilidades de progreso económico de las familias de clase media, sobre todo. Entre tantas, una cifra es contudente y entristecedora: más de 8 millones de personas, entre los que se cuentan jubilados, empleados públicos como docentes y médicos, policías y tantos más no llegan a cubrir los costos de la canasta básica, valuada en casi $19.000. 

Lo peor no pasó

“Lo peor ya pasó”, repitió el presidente Mauricio Macri en cada apertura del año legislativo y decenas de ministros lo siguieron en el relato. Hasta que la vergüenza o la realidad los venció y debieron admitir, sin disculparse por aquella promesa, que lo peor no había pasado, que vendrán meses de recesión, con ajuste, salarios más deteriorados, inflación y devaluación en ascenso.

Todo ello y más se aloja en la Carta de Intención que el Gobierno le envió al FMI. La excusa es bajar el déficit y, en el improbable caso de que Cambiemos triunfe por un nuevo período electoral, llevarlo a cero en 2020. 

Como fiel alumna de la Casa Rosada, la primera en adherir al llamado presidencial fue la Gobernadora, quien ya exhortó a sus demás colegas provinciales a cumplir con ese mandato que incluirá detener la rueda virtuosa de la economía: frenando la obra pública, privando al país de menos caminos, hospitales, escuelas, viviendas y empleo genuino.

En esa línea, se prepara la mandataria bonaerense para asumir otro de los costos del ajuste que ordenan el FMI y su jefe político: hacerse cargo de unos $100.000 millones en subsidios al transporte, la energía eléctrica y el agua que antes corrían por cuenta de la Nación. Esto implicará ajustar las arcas bonaerenses para seguir aumentando las ganancias que ya el tarifazo les deparó a las empresas monopólicas de servicios públicos, sosteniendo subsidios que pagaremos los usuarios con nuestros impuestos, hasta una reducción total que terminará por impactar en las tarifas.   

Ese plan contempla también un recorte de la Nación a todas las provincias (incluida la nuestra) en transferencias de gastos y obras por $140.000 millones.

Macri ya tiene el “sí” de la Gobernadora y fue ella quien el fin de la semana que pasó se encargó de transmitir la orden a sus pares. 

Viejas recetas para la misma crisis 

Habrá que ver quién, además del Presidente y la mandataria provincial, estará dispuesto a aplicar el ajuste brutal en el que se juega el futuro político de quienes no tienen escriturada la reelección. Dato menor y secundario este último, sino fuera porque ello profundizará la destrucción de un país en el que, como siempre insistimos, queda todo por hacer. Porque el pernicioso déficit podría achicarse sin repetir las recetas de siempre, aplicadas desde la dictadura por el ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, hasta nuestros días por los gobiernos de Carlos Menem, los Kirchner y, ahora, Macri. Porque se recurrió al FMI para contener, sin éxito, la corrida cambiaria y, con el mismo fin, se suben las tasas de interés al 47%, para volver atractiva la especulación en pesos pero condenando a PyMes e industrias que batallan contra la embestida de la importación sin límites; una presión impositiva que llega a quitarles el 70% de la recaudación o un imposible financiamiento que puede suponerles hasta un 100% de interés anual. 

Los costos son altísimos y nada es escudo suficiente para ganar la confianza del mercado financiero, receloso del potencial peligro de un país sin moneda, en el que el dólar continúa siendo el faro de unos pocos ganadores siempre dispuestos a fugarse con sus divisas.

Pero los que quedamos, las pequeñas y medianas empresas nacionales, por caso, ¿cómo podremos generar empleo genuino, facilitar el ingreso de las tan necesarias divisas, en una economía que premia la especulación y espanta la producción? ¿Por qué no detener la bicicleta financiera para reactivar la senda virtuosa del crecimiento con actividades que generen riquezas y derramen su efecto multiplicador sobre la economía? ¿Cuándo pondremos en marcha, de una vez y para siempre, un plan estratégico que sirva como guía para refundar el país que tuvimos? 

En la respuesta a esas preguntas está la puerta de salida a la crisis.