El Conicet, nuevamente reconocido
El investigador Gabriel Rabinovich
cienciaDesde las sombras construyó su imperio de vedettes, números cómicos e infinidad de musicales, que durante décadas dominó las preferencias del público
07/07/2022 - 00:45hs
Carlos Artagnan Petit tenía un sueño: que la avenida Corrientes fuera conocida como la calle del teatro de revistas. En los años 50 y 60 muchos podrían haber dicho que había cumplido ese sueño. Para lograrlo, compró el Teatro Nacional, en cuyo escenario hizo lucir a figuras como Nélida Roca, Adolfo Stray, José Marrone, Don Pelele y Alfredo Barbieri. Llenaba la sala todas las noches y se convirtió en uno de los dueños de la noche de Buenos Aires. Se lo veía en medio de la farándula vistiendo un conjunto tipo safari, destapando siempre los champagnes más caros, entre risas y halagos.
Empezó en el teatro haciendo números de relleno. Era la década del 30 y Petit no había llegado aún a los 20 años. Fue guionista de programas de radio y en 1943 escribió Las cosas de Buenos Aires, una obra de un género que por entonces era poco conocido: el teatro de revistas. Decía: “La revista es un género intrascendente, pero al público porteño le gusta mucho y hay un gran caudal de público que se vuelca a él”.
El teatro de revistas en nuestro país tuvo su acta de nacimiento en 1898 con Ensalada criolla, una obra satírica de Enrique de María sobre la realidad argentina de entonces. Su pronta aceptación por el público permitió el avance del género, y ya en los comienzos del siglo XX había cuatro compañías teatrales que mixturaban el sainete con bailarinas. En la década del 20 desembarcó en Buenos Aires la compañía de Madame Rasimi, que incluía artistas de la talla de Maurice Chevallier y Josephine Baker, “la Venus de ébano”. Al venir envuelto en un aura parisina, el teatro de revistas pasó de considerarse “procaz” a “chic”.
Carlos Petit era espectador de revistas desde que tenía 14 años. Sus referentes de entonces hoy están prácticamente olvidados: Bayón Herrera y Romero. Luis Bayón Herrera era un director de cine vasco radicado de joven en nuestro país que hizo algunas películas que alcanzaron celebridad, como Jettatore, Cándida y Joven, viuda y estanciera, entre otras. Carlos Petit era su asistente de dirección. Pero cuando comenzó a trabajar en el teatro Maipo, como director supo que su suerte estaba indisolublemente ligada al teatro de revistas: “Escribir para revista no es difícil, pero sí lo es engranar la sucesión de cuadros. La revista es un mosaico: intérpretes, cantantes, bailarines, cualquier revista tiene 60 personas”.
Cada vez que viajaba a Europa recalaba en París para ir a ver ese género que le fascinaba. El Lido, el Casino y el Folies Bergère eran sus sitios de peregrinación. Tenía el dinero suficiente para comprar los derechos de las obras que le gustaban.
Se rodeaba de jóvenes para contagiarse de su empuje y su frescura. Sus parejas eran siempre menores que él, se casó con una de las tantas vedettes que hizo debutar en un escenario, y a la que él convenció que dejara las tablas para volverse obstetra. Ella tenía 30 años menos que él: “Si me caso con una de mi edad, nos vamos a aburrir los dos. Mejor me caso con una más joven y que se aburra ella sola”.
El último afiliado
Uno de los mayores éxitos de Petit fue los monólogos que escribió para Pepe Arias bajo el título El último afiliado. La sátira política pasó entonces a convertirse en uno de los atractivos centrales del teatro de revistas. Hasta que la dictadura de Onganía cortó de un sablazo cualquier posibilidad de hablar de política desde un escenario.
Buena parte de su dinero se la llevaron las patas de los caballos. Tenía un palco alquilado en Palermo. Iba a la carrera todos los sábados, domingos y feriados. Tenía grandes amigos dentro del ambiente del turf. Su sobrino, Adolfo Sánchez Cacera, fue un jockey ganador de grandes clásicos. Fue propietario de tres caballos de carrera. Pero la plata que consideró mejor gastada fue la que puso para hacer sus 40 películas, algunas de las cuales tuvieron como primeras figuras a Luis Sandrini y Libertad Lamarque.
Murió a los 80 años, en 1993, cuando el teatro de revistas ya se había mudado a la televisión.