De modelo a una de las grandes escritoras de la lengua inglesa
Jean Rhys fue una escritora anglo-caribeña que pasó del glamour de los salones famosos, al alcohol y la literatura, donde alcanzó un gran reconocimiento.
culturaJean Rhys fue una escritora anglo-caribeña que pasó del glamour de los salones famosos, al alcohol y la literatura, donde alcanzó un gran reconocimiento.
12/12/2024 - 00:00hs
Hija de un médico galés y una dama criolla de origen escocés, Jean Rhys, a los dieciséis años se trasladó a Inglaterra y allí vivió el mundo bohemio de la época, trabajando como modelo y actriz de revista. Tuvo dos vidas literarias distintas, separadas por un silencio de treinta años y un océano (de Dominica a Gran Bretaña).No es casualidad que una de las frases de su última novela haya permanecido con el inexorable peso de su certeza: “Siempre hay dos muertes, la verdadera y la que la gente conoce”.
Rhys nació en Las Antillas, que a los 16 años se mudó a Inglaterra. Su padre pretendía convertirla en una dama pero ella prefirió entrar en el Conservatorio de Arte Dramático. Dejó los estudios para escapar con una compañía de teatro itinerante, conoció a un caballero rico que la embarazó, le pagó un aborto y la mantuvo durante siete años, con ese dinero se casó con un espía holandés y se dio la gran vida con él por toda Europa, lo dejó (en la cárcel) por Ford Madox Ford, el escritor, quien también la abandonó, pero antes le enseñó a escribir (o como dijera Juan Forn, le demostró que sabía escribir).
Formidable creadora de personajes femeninos solitarios, desamparados y desnortados, tiene en el de Anna Morgan (Voyage in the dark) el antecedente más directo de su Antoinette. Jean Rhys, al cabo de cuatro novelas bien acogidas por la crítica y pronto olvidadas porque se adelantaban a su época, desapareció de la vida literaria y reapareció muchos años más tarde por casualidad: era una anciana que vivía en Cornualles y preparaba una novela, la que ahora nos ocupa. Su edición, tras variaciones interminables, le concedió la fama que se le había negado y murió poco después. Como su Sasha Jensen, el olvido, el alcohol y la desdicha la escondieron del mundo, pero al contrario que ella, alcanzó la gloria literaria con una novela imperecedera.
Los pocos que se acordaban de ella la daban por muerta hasta que, veinticinco años después, un programa de radio de la BBC la localizó en Devon y un editor fue hasta allá a preguntarle si había escrito algo en todos esos años; y así fue como, en 1966, Jean Rhys publicó por fin la novelita que llevaba treinta años escribiendo (y tirando, y volviendo a escribir, y volviendo a tirar, tal como había hecho con dos maridos y unos cuantos amantes) y se convirtió, de la noche a la mañana y hasta el día de su muerte, trece años después, en “la mejor escritora viviente en lengua inglesa”.
Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando su segundo marido fue destinado a una base militar en el Norte y se la llevó a vivir en una pensión allá, ella le dijo: “Me es imposible ser pobre con coraje y dignidad. No quiero trabajar, no quiero usar ropa fea, no quiero vivir en lugares lúgubres, soy débil, débil, débil y no quiero cambiar” (el marido moriría, agotado, en 1945). El tercer marido, que le había prometido una vida holgada, cayó enseguida preso por estafa; cuando salió, cinco años después, era una piltrafa y dos piltrafas no podían vivir juntos, decretó ella, así que se lo mandó a su cuñada para que se hiciera cargo.
Jean Rhys aseguraba que su vida era un fracaso, y por esa razón dejó inconclusa su autobiografía. Prohibió además que se escribieran biografías sobre ella. Y en sus horas finales obligó a su editor a prometerle que juntaría todas las cartas que había escrito a lo largo de esos veinticinco años de silencio literario y “abyecta pobreza material y espiritual”.
El fiel editor cumplió su promesa, pero cuando se puso a leer el material que había reunido decidió que tenía que publicarlo sí o sí. Ese centenar de cartas, no importa el destinatario ni el momento en que fueron escritas, hablan todo el tiempo del mismo tema: Jean Rhys. La lucidez y la honestidad que nunca puso en su propia vida, las había puesto al escribir.