cultura

De Siberia a Nueva York

Serguei Dovatlov fue uno de los tantos escritores rusos que debió partir al exilio en los años previos a la caída del comunismo. Tuvo una vida verdaderamente novelesca.

Interés General

17/10/2024 - 00:00hs

Antes que nada, Serguei Dovatlov era un escritor extraordinario. Sus narraciones se sostenían principalmente por el ritmo de la frase, la cadencia del lenguaje. Joseph Brodsky, su íntimo amigo y compañero de exilio, aseguraba que sus cuentos estaban escritos como poemas: el tema en ellos tenía un significado secundario, era sólo el pretexto para lo dicho. En ese sentido, se parecía más al canto que a la narración. Ferviente lector de León Tolstoi, hacia el final de su vida, le consultaron a Dovatlov cuál había sido la desgracia más grande de su vida y respondió: “¡La muerte de Anna Karenina!”.

Dovatlov fue discípulo de Anna Ajmátova y de Joseph Brodsky, aprendió de ellos a tener la guardia siempre alta, pero su época ya era herbívora: “Los herederos de Stalin son decepcionantes. En tiempos de Stalin se publicaban libros, y luego se fusilaba a los autores. Ahora ni se fusila ni se publica”. Quería estudiar Letras en la universidad pero, por su tamaño y temperamento, le dieron a elegir entre tractorista o el servicio militar. Eligió este último y lo mandaron de guardia a un penal de delincuentes comunes en Siberia, donde pasó más tiempo castigado en una celda que como carcelero.

La suya es una literatura pura, libre, propia del autor y de su generación: la generación de la apatía y de la emigración; la generación que se organizaba para hacer circular escritos de forma clandestina porque no serían publicados. ¡Nada peor para alguien que desea ser escritor que no ser publicado en su tierra y en su lengua! Pero no por ello se trata de una literatura menor, sino todo lo contrario: en su realismo extremo, en su ironía sorda, en aquellos personajes que sobreviven al día a día, predomina la forma, el intento de construir un relato a partir de las propias experiencias del autor.

El joven Dovatlov había vuelto de Siberia con sus primeros cuentos escritos y, según sus propias palabras, aburrió a todo el mundo: “Entendí por qué Turgueniev se burlaba de Dostoievski recién salido de prisión. Quizá sea una bravuconada demostrar familiaridad con un material tan inquietante para los demás”. Desde que retornó a Leningrado intentó ser boxeador, cronista de necrológicas, guía en un museo Pushkin, pero nunca logró terminar un libro en la URSS. En los doce años siguientes, en cambio, en su exilio en Nueva York escribió una docena, todos igual de breves, todos escritos contrareloj.

Su madre y su esposa, por otro lado, habían sido correctoras en editoriales en la URSS. La madre inició en el oficio a la joven esposa: hacía falta dinero en casa y pedírselo a Dovatlov era lo mismo que hacer nada. Su esposa había emigrado antes que él a Estados Unidos, con la hijita de ambos, harta. Sin embargo, un día, frente a un coronel de la KGB que le dijo desde el otro lado del escritorio: “Mire las cartas que le escribe a esta mujer, ¿no se da cuenta que la quiere? Hagame el favor, acá tiene el pasaporte. Deje de hacer papelones y váyase de una vez”. Dovatlov entonces llamó a su mujer a América y le dijo que iba para allá. Su mujer le preguntó por qué. “Porque el coronel dijo que te quiero”, contestó él.

Así comenzó la verdadera historia de Dovatlov: cuando descubrió- primero en su madre y luego en su esposa- que nunca lo habían leído así, sin dejarle pasar una, y entendió que tenía que pulir a fondo el personaje para que a su nueva audiencia le sonara verdadero. En ese sentido, Brodsky afirmaba: “Leerlo a Dovatlov es fácil. Como si no quisiera llamar demasiada atención, él no insiste en sus deducciones, en sus observaciones sobre la naturaleza humana, no trata de imponer su persona al lector”. Murió como había vivido: en un coma alcohólico, a bordo de una ambulancia aullante que intentaba en vano llegar al hospital de Queens.

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