cultura

El imperio de la música

Hace un siglo su presencia era reducida y solo accedían a ella algunos elegidos, hoy cualquiera puede acceder a su compañía.

Interés General

24/07/2025 - 00:00hs

Cualquier acontecimiento, una vez relatado y transmitido, está sujeto a las leyes generales de la significación y se articula en una retórica particular. Los relatos sobre un hecho en principio no verbal, como el caso de la música, muestran el uso -virtual o real- que la sociedad hace del hecho relatado. La música, hoy en día, está en todas partes. Con la globalización como concepto de “integración” e internet como muestra de “avance tecnológico”, los amantes de la música han accedido a diferentes melodías, ritmos y cantores de las más diversas partes del planeta.

A principios del siglo XX, sin embargo, la música era todavía esa irrupción escasa y bienvenida, algo que alguien debía producir especialmente -un cantante, una banda, un pianista, etc.-, algo que se esperaba y se escuchaba con agradecimiento. Pero después, con la invención del gramófono, la radio, los altavoces poderosos, el reproductor móvil y el resto de las tecnologías, la música se volvió omnipresente: se produce sin el menor esfuerzo con solo el toque de un botón, estaba en todos los lugares al mismo tiempo y lo que ahora resulta cada vez más difícil de conseguir es el silencio.

Daniel Melero sostuvo que la verdadera historia del arte (especialmente de la música) pasa por cómo se potencia el estilo a través de lo que otros consideran una inadecuación o un error”. Su fórmula consiste en desaprender: “Discriminar los flujos permanentes de información que recibimos sin interrupciones. La travesía de la idea hasta hacer lo que querés hacer muchas veces implica una pérdida, y desarmar eso es lo más difícil que hay”.

Lo cierto es que hubo tiempos en que escuchar música era muy difícil: tiempos en que para que alguien la escuchara alguien tenía que hacerla en ese lugar y en ese momento. Tiempos en que lo habitual era el silencio, en que la música era un privilegio y no un engorro. Eran tiempos en que la música era fugaz y había que respetarla. Ahora, en cambio, vivimos en un mundo con música perpetua, donde no hay nada más difícil que el silencio. La música ya no se escucha: se oye sin querer, sin cesar, sin atender.

La consigna de los jóvenes, al fin, aparece en sus implicaciones de adaptación: “hay que ocupar la escena”. La pregunta es ¿por qué se plantean eso? ¿Qué nos metacomunica este deseo? ¿Cómo podemos leer estos mensajes? El escritor Germán García plantea los automatismos de una cultura que se destruye en un parloteo luminoso, en los espejismos de una seducción lanzada a lo imaginario, al desconocimiento, a la impostura. Sólo la interrogación de estos automatismos podrá darnos las claves sobre la juventud, sobre la transformación de estas situaciones. La respuesta a esta pregunta nos mostrará el sentido de esa falta que la cultura intenta cubrir con sus disfraces y el camino posible de una satisfacción.

La música dejó de ser una experiencia: es sonido de fondo, batifondo, el ruido que precisamos para no tener que escucharnos vivir. Y los muertos nos las cantan, nos la tocan. Las grandes voces son un apunte cada vez más tenue que se desvanece; en cambio, John Winston Lennon canta igual que en 1967, cuando tenía 26 años. Son, en verdad, parte de un mundo que rebosa de memorias: vivimos con su presencia inverosímil.

Pero además de los muertos, la industria de la música necesita hacer cantar a los vivos: producir, cada mes, cada semana, fragmentos sonoros que deberían reconocer los aficionados que quisieran mantenerse “al día”. La música se ha convertido en el espacio perfecto para el desarrollo de esa tendencia decisiva de esta época: “estar a la última”, en el sentido de intentar consumir los productos que acaba de lanzar tal o cual industria. La música, como todas las artes creadas con rigor e imaginación, rompen el chaleco de fuerza de las circunstancias en que nacieron y logran la escasa eternidad reservada a lo humano.

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