El matemático más prolífico de la historia
Paul Erdos nunca aprendió a hacer un buen nudo con los cordones de los zapatos o a pelar entera una naranja, pero fue uno de los genios del siglo XX.
culturaPaul Erdos nunca aprendió a hacer un buen nudo con los cordones de los zapatos o a pelar entera una naranja, pero fue uno de los genios del siglo XX.
16/09/2024 - 00:00hs
Paul Erdos nació en Budapest en 1917, durante una epidemia de escarlatina que había matado a sus hermanas pocos días antes de que él naciera. Por temor al contagio, sus padres- ambos profesores de matemáticas y pertenecientes a la nobleza provinciana húngara- prefirieron no mandar al niño a la escuela y educarlo ellos mismos. A los 16 años Paul salió por primera vez para doctorarse en la Universidad de Budapest. Pero cuando el regente húngaro Horthy mostró simpatías hacia el ascenso de Hitler, los padres lo convencieron de continuar sus estudios en Manchester.
Al descubrir una elegante demostración de un famoso teorema de la teoría de números, no sólo había dejado la primera de las que serían cuantiosas huellas en el mundo matemático; también, había logrado algo que sería siempre su aspiración: encontrar, solo o con colegas, las mejores soluciones, “las más simples”, de cada problema matemático concebible. Como muchos matemáticos, creía que las verdades matemáticas se descubren, no se inventan. Pero, según él, éstas estaban escritas en un libro “transfinito” (un concepto matemático para algo más grande que el infinito) de teoremas que el S.F. -o el Supremo Fascista, como llamaba a Dios-, y de vez en cuando, si estaba de buen humor o distraído, permitía que los humanos las vieran.
Erdos pasó en Estados Unidos gran parte de la Segunda Guerra Mundial, distraído por las matemáticas ante la imposibilidad de volver a su país natal. En Princeton, caminando un día con dos colegas centroeuropeos, enfrascados en un problema matemático, no se dieron cuenta que habían ingresado en zona militar. Dos guardias los detuvieron a punta de fusil. Tan abstraídos venían ellos que contestaron las preguntas de los guardias en alemán (la lengua en la que venían discutiendo el problema) y fueron a parar a un calabozo hasta que las autoridades de Princeton los rescataron.
Nunca tuvo un empleo formal, una oficina o escritorio. Para hacer su trabajo, sólo necesitaba su mente y, a veces, lápiz y papel. No tuvo posesiones materiales, pues las consideraba una molestia, ni cuentas de banco, ni tarjetas de crédito. Propulsado por café y anfetaminas, a lo largo de su vida, Erdös publicó 1.500 trabajos. El promedio de un matemático es de 50 papers en toda su carrera; Erdös llegó a publicar cincuenta por año. Para lograr tal proeza, practicó una verdadera promiscuidad en el rubro colaborativo: más de un tercio de esos papers los escribió en coautoría con algún colega. Son tantos los matemáticos que colaboraron con él que, de los años 60 a fines de los 80, se decía que cualquiera que no hubiese trabajado con Erdös, o con alguien que hubiese trabajado con él, no era nadie en el mundo de la matemática.
En sus épocas de oro, llegó a trabajar al mismo tiempo con una docena de matemáticos diseminados por toda Europa. Creía firmemente que la práctica de las matemáticas era una actividad social y que la misión de los que se dedicaban a esa materia era revelar juntos todos los secretos que tan celosamente guardaba el S.F. en El libro. “Así como las abejas van de flor en flor llevando el polen, Paul va de centro matemático en centro matemático con sus problemas y su información, sirviendo de agente de fertilización cruzada matemática”, dijo al presentarlo en una de sus visitas a la Universidad de Cambridge, el matemático británico John William Scott Cassels.
Paul Erdos se pasó la vida asegurando que la manera perfecta de morir sería en el momento en que hubiera terminado de exponer un problema matemático endiabladamente difícil y se alzara una mano pidiéndole repetir el procedimiento. No sucedió precisamente así, pero pasó su último día en un congreso de matemáticas y cenó con homólogos, antes de despedirse para siempre, el 20 de septiembre de 1996. Tenía 83 años.