Ernest Hemingway fue autor de algunos de los libros más célebres del siglo XX, un aventurero a tiempo completo que participó de varias guerras.
Le gustaban las corridas de toro, la caza mayor, el boxeo, la pesca, estar en medio del huracán de los acontecimientos, y todo transmutarlo en literatura. Un hombre que necesitaba vivir al tope difícilmente podía sobrellevar la vejez, el debilitamiento físico, el crepúsculo anímico. Por eso dolió pero no sorprendió la decisión que Ernest Hemingway tomó el 2 de julio de 1961.
Aquella madrugada, su mujer, Mary Welsh, creyó escuchar, entre sueños, un cajón cerrándose de golpe. Estaban en la casa de campo de Ketchum, Idaho. Ella, al advertir que Ernest no estaba a su lado, se levantó, vio la luz del comedor encendida, y a él tirado sobre el piso, con una creciente aureola de sangre sobre la cabeza. La escopa, a un costado. “Se le escapó un tiro mientras limpiaba el arma”, fue lo que se dijo e informó a la prensa. Tardó años de terapia psicoanalítica en asumir que se había tratado de un suicidio. Ernest Hemingway tenía 61 años.
Nació en Oak Park, Illinois, el 21 de julio de 1899. A los 18 años entró a trabajar en uno de los diarios importantes de Kansas, donde acuñó un estilo hecho de frases cortas, secas, peladas de todo adjetivo. Al año siguiente se enroló en el ejército y participó durante la Primera Guerra Mundial como chofer de ambulancias en Italia. Tenía 19 años cuando un disparo de mortero lo hirió gravemente y debió volver a su casa. Ya entonces sentía en la mano el cosquilleo de escribir, ese desafío nacido de “la lucha entre la cosa viva que es la experiencia y la mano muerta del embalsamador”. Mientras estuvo internado en el hospital de Milán, se enamoró de la enfermera Agnes H. von Kurowski, en quien se inspiraría para la protagonista de Adiós a las armas, su tercera novela.
Su padre, Clarence Hemigway, era un médico muy querido en su barrio, que terminaría suicidándose. Esa decisión del padre se proyectó poderosamente en la vida de Ernest. Comenzó a tener una relación cercana con la muerte, a no temerle, a provocarla. Varias veces estuvo a punto de matarse. Una de ellas, en un accidente automovilístico, cuando iba manejando a toda velocidad con el escritor John Dos Passos, como acompañante. Pero la vez que sintió que había llegado el final, fue cuando leyó su propia necrológica en los diarios. Fue en enero de 1954, cuando alquiló un pequeño avión Cessna, en el que viajaba con su mujer, para avistar las cataratas Murchison, en Uganda, y para evitar una bandada de pájaros, el avión chocó contra un cable de telégrafo y cayó a tierra. Hemingway se rompió dos costillas y se extravió en la selva. Lo dieron por muerto, y así lo informaron los diarios. Sin embargo, fue hallado y trasladado a un pueblo cercano, donde fue hospitalizado.
Toda su literatura está escrita de manera fiel al principio del iceberg: nueve décimos bajo el agua por cada parte que se ve de él: “Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato”, eso dijo en una entrevista que le hicieron en una revista francesa, en 1958. Ese estilo lo transformó en un maestro.
Se consideraba a sí mismo el cacique de la tribu de escritores norteamericanos. Nutrió su literatura de experiencias extremas. No escribió sobre nada que no hubiera previamente experimentado con su cuerpo: “Para escribir sobre la vida, ¡primero hay que vivirla!”. Una de sus novelas más célebres, Por quién doblan las campanas, no hubiera podido escribirla sin haber estado en la Guerra Civil Española, compartiendo la barricada con los milicianos republicanos. “La guerra es el mejor tema: ofrece el máximo de material en combinación con el máximo de acción. Todo se acelera allí y el escritor que ha participado unos días en combate obtiene una masa de experiencia que no conseguirá en toda una vida”, escribió Ernest Hemingway en una carta dirigida a su amigo Scot Fitzgerald. Su obra literaria se erige como uno de los mayores alegatos a favor de la paz que se hayan escrito jamás.