Un cantor y poeta salteño que dejó algunas de las canciones más conocidas de nuestra música folklórica.
Nació en Salta, en San Lorenzo, un pueblo situado a unos 15 kilómetros de la capital de la Provincia, el 29 de enero de 1921, a las 2 de la madrugada. Su padre, Juan Carlos Dávalos, fue un escritor muy importante: una calle de Buenos Aires lleva su nombre.
Su infancia transcurrió en Cachi. En su libro Toro viene el río recogió algunos recuerdos autobiográficos de esa época. Por entonces conoció personajes propios del realismo mágico, como un zapatero rengo, medio jorobado y pícaro, que hablaba como si tuviera clavos en los dientes; o un arriero, siempre metido en un sombrero grandote, que lo llevaba a los carnavales donde celebran sus nupcias las coplas, la chicha y las bagualas.
De niño pasaba las noches tocando la armónica. Sentía que guardaba una orquesta en el bolsillo. Al igual que sus seis hermanos, durante su infancia aprendió a tocar la guitarra, la caja y el charango.
Su primer libro, Rastro seco, fue publicado en 1947. Pero sería doce años después, con Coplas y canciones –libro que tiene un dibujo en la tapa de Carlos Alonso-, que empezó a ganar reconocimiento popular.
Hacia fines del 50 comenzó a tener sus propios programas de televisión: El Patio de Jaime Dávalos y Desde el corazón de la tierra , el último fue ganador de un Martín Fierro. Fueron espacios que contribuyeron a que la música folklórica alcanzara su época dorada.
Era un gran conversador: “Yo soy un ser de una gran facundia verbal. Capaz de hablar horas, días, años. Porque es como pircar; un viejo oficio de hombre que llevo puesto en la sangre, que lo he heredado de los mayores boliches, de la gente que no sabe que sabe pero cuando empieza a averiguar le sale ese saber que ellos no saben: el saber popular.”
No sólo era cantor y autor, sino también recitador de sus propios poemas, como sus pares Armando Tejada Gómez y Hamlet Lima Quintana, rezumando una autenticidad insobornable.
Si bien tenía una gran formación literaria no le gustaba alardear, sino ceñirse a la profunda sencillez de las coplas. “Desde México a nuestra Argentina, la copla bajó por sobre el geológico espinazo cordillerano del continente atando lenguas y corazones, fijando un alma y un idioma comunes; poniéndole palabras a nuestros desmesurados silencios planetarios, donde el hombre americano, síntesis de todas las razas, convive con su madre tierra, ama y trabaja atado a un solo destino: la unión definitiva de América”.
En sus 114 canciones profundizó en el misterio del paisaje, le cantó a los que trabajan de sol a sol en el surco para levantar el dulzor de la tierra cuajado en las fibras del cañaveral, al jangadero que va detrás de su horizonte fugitivo, al paisaje que crece en la sangre a medida que uno se aleja, al vuelo errante de las golondrinas, al ronco tambor de la luna, al ancho y negro olvido al corazón del vino donde nace la primavera y a la chicha corajuda del carnaval.
Tenía una barbita de chivato de un rubio desvaído y una melena que se dejaba crecer atrás con cierto aire de payador. Casi siempre con un vaso de vino: así se lo veía. Beber era para él un rito que nada tenía que ver con el desaforado “macharse”.
No perdía nunca la línea. Decía: “Yo no tengo árbol genealógico, sino viña genealógica”. El vino con su gusto de nocturna madera, hacía subir la voz a su garganta para que se desangrara en la guitarra, iba por sus venas hasta la luz que hace el canto de las cigarras, “bebo su cuerpo y siento como un puñal morado/ que asesina en mi boca la carne de una flor”.
El binomio que formó con Eduardo Falú produjo joyas de nuestro cancionero: Las golondrinas, La nochera, Vidala del nombrador, Tonada del viejo amor, El jangadero, entre muchas otras.
Falú grababa una melodía, y Jaime Dávalos la escuchaba una y otra vez, ajustando a ella su letra. Nunca se violentaban las palabras ni se alteraban los acentos para que la expresión ajustara con naturalidad. Sus audacias metafóricas y sus lujos expresivos encajaban perfectamente en la música que Falú componía a la medida de su inspiración.
Una mañana porteña de los años 60, los dos amigos caminaban prendados de nostalgias salteñas, como si buscaran un cerro al fondo de esa calle porteña. Y en la vereda de un bar de la Avenida de Mayo, Falú comenzó a improvisar el silbido de una zamba. Sobre esa música, Dávalos escribió en una servilleta: “El recuerdo de mi tierra por la sombra me subirá”.
Así nació La nostalgiosa. Jaime Dávalos murió el 3 de diciembre de 1981, en Buenos Aires. Tenía 60 años. Sus poemas, hechos para siempre canciones, siguen “mojados de luz”, yendo serenamente “lejos, hacia lo hondo”.