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J. D. Salinger: el gran escritor oculto del siglo XX

Tan célebre por sus libros como por su confinamiento voluntario, el autor de El guardián entre el centeno continúa encantando a lectores de todas las latitudes con sus personajes inolvidables.

Interés General

28/09/2023 - 00:00hs

Un escritor, como todo el mundo sabe, no solo es su obra. A mediados del siglo XX, J. D. Salinger se dio a conocer públicamente con la edición de El guardián entre el centeno (1951) y capturó la atención de todo el planeta. ¿Quién era este hombre capaz de concentrar, en la figura de su inolvidable Holden Caulfield, todas las neurosis del hombre moderno frente a la propia abundancia de la vida moderna? Cuando los periodistas salieron corriendo a buscarlo, Salinger ya no estaba allí. El mito se había fundado.

Nativo de Cornish, Salinger nació el 1° de enero de 1919 en el seno de una familia de origen judío. Si bien desde muy temprano manifestó un gran interés por la palabra escrita (especialmente por el mundo del teatro), su temperamento disfuncional lo mantuvo alejado de determinados círculos. Poco después del ingreso de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, se alistó en el ejercito y fue uno de los soldaos que desembarcó en las playas del Día D. También ingresó en los campos de concentración y, como oficial de inteligencia, se ocupó de interrogar a funcionarios y militares del Tercer Reich.

Apenas regresó del frente de batalla, comenzó a metabolizar rápidamente la experiencia. Así, a medida que avanzaba capítulo por capítulo con su novela de iniciación, fue drenando una serie de relatos cortos protagonizados por hombres colapsados. El 31 de enero de 1948, por ejemplo, The New Yorker publicó un cuento que cayó en el medio del mundillo literario como la bomba atómica: Un día perfecto para el pez banana. Era, a su manera, un aguafiestas. En el alba de la Pax Americana, mientras los barrios suburbanos se llenaban de matrimonios flamantes dispuestos a reproducirse, Salinger parecía decidido a no esconder el polvo bajo la alfombra. Seymour Glass, el protagonista de su cuento, era un soldado incapaz de abandonar la zona cero del terror. El golpe maestro es que nada de esto aparecía ni remotamente en su argumento, disuelto entre la cháchara telefónica y los niños de la playa.

El hit le dio luz verde. Desde entonces, Salinger envió sus cuentos regularmente a los editores del New Yorker y no dio puntada sin hilo. El 20 de marzo se publicó El tío Wiggily en Connecticut y el 5 de junio fue el turno de Justo antes de la guerra con los esquimales. En marzo del año siguiente se imprimió El hombre que ríe y, curiosamente, el siguiente relato salió en las páginas de la revista Harper’s: En el bote. Así, apostado en su apartamento neoyorquino (para ser precisos, en el 300 East 57th Street), Salinger retrataba el Lado B de la experiencia americana de posguerra mientras Keroauc lo bebía desesperadamente en el viaje inaugural de On the road.

Salinger, a diferencia de Keroauc, tenía una deuda. Sus compañeros de armas, dijo alguna vez, “merecían algún tipo de melodía trémula que les rindiera homenaje sin vergüenza ni arrepentimiento”. En ese estado de gracia, tiró la punta del ovillo y apareció la historia del Sargento X: el soldado apostado en Devon que, unos días antes de su desembarco en Normandía, decide bajar al pueblo a pesar de la lluvia. Pasea por las calles y, arrastrado por la curiosidad, entra a la iglesia donde ensaya un coro de niños. Una nena de trece años captura su atención. El juego de espejos del narrador es un auténtico acto de ilusionismo: en el último párrafo, la máscara del Sargento X deja entrever al propio Salinger.

A su modo, Salinger era un niño encerrado en la pieza con un solo juguete (la figura es de Chitarroni), dándole vueltas y vueltas a la misma cosa: el infierno de la madurez. Como Lewis Caroll, los niños funcionan como su reserva ética. Y la línea de sombra, en ese sentido, es la guerra. Los niños no van a la guerra, los niños no vieron the horror. Son el símbolo definitivo del paraíso perdido porque, como dice Bob Dylan, “siempre podés volver, pero nunca podés volver del todo”.

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