Abrió la convocatoria para la creación de juegos de mesa sobre la identidad bonaerense
El objetivo es generar una narrativa propia de la historia y costumbres provinciales.
El gran maestro del cine italiano estuvo obsesionado con hacer un filme que finalmente no pudo rodar. Un proyecto lleno de peripecias curiosas.
19/10/2024 - 00:00hs
"Soy como Satanás. Estoy condenado a divertir”, le confesó alguna vez al periodista argentino Tomás Eloy Martínez. Federico Fellini trabajaba como vivía: era desorden, un búfalo que se mezclaba en todas las estampidas. Sus películas eran ni más ni menos que su vida privada restregada en la cara de todo el mundo. Siempre evitó mirarse, porque temía que al hacerlo – en el instante justo en que supiera quién era realmente- se volvería de piedra: un hombre rígido.
El mundo estaba a un pestañeo del estallido de la segunda gran guerra y Mussolini había prohibido la importación de todo material estadounidense, así que Federico se inventó sus propias aventuras de Flash Gordon. En el medio había enganchado a Dino De Laurentiis en el proyecto y le había hecho gastar una fortuna en decorados en Dinocittà, el estudio con que el napolitano pensaba superar a Cinecittà. Cuando De Laurentiis se fue a Hollywood, en aquellos decorados llenos de yuyos que parecían una ciudad fantasma, al fondo de Dinocittà se instalaron unos hippies que hicieron una comuna y una canción, el “Mastorna Blues”. De Laurentiis llegó a embargar a Fellini (Giulietta Masina vio cómo se llevaban los muebles de su casa e hizo una escena legendaria, no con su marido sino con el productor).
Mastorna quedó trunca, pero no olvidada. Fellini tuvo un recrudecimiento cuando leyó Las enseñanzas de Don Juan de Castaneda. Llegó a contactar al esquivo autor, entendió que a través de él podía reformular su obsesión, su diario de sueños, y en 1971 consiguió que De Laurentiis le financiara una aventura cinematográfica delirante: “Viaje a Tulum”. El plan era subir a un auto en San Francisco, con Castaneda y las cámaras, y enfilar al México profundo. Castaneda se bajó del viaje antes de subir, alegó signos adversos, pero Fellini partió igual, con los datos para encontrar a Don Miguel, uno de los brujos compadres de Don Juan. Tuvo su trip, volvió a Italia y empezó a dibujar, que era su manera de empezar una película, pero esa primera noche en Roma, cuando acababa de ponerle a una de las figuras que dibujaba los rasgos de Castaneda, sonó el teléfono y una voz le dijo: “No hagas esa película”. Ese fue el fin de Mastorna: del diario de sueños al cuento de Buzzati, a la ciudad fantasma, al desierto mexicano, al fondo del cajón.
Se asegura que si bien Fellini nunca logró llevar a cabo su esquiva película sobre G. Mastorna, sí que la estuvo dosificando a lo largo de todas sus películas posteriores. El viaje de G. Mastorna es la obra invisible que soporta e hilvana todas las otras películas del mago de Rímini. Muchos afirman que esa película imposible era la que había hecho posible las demás, la que paradójicamente mantuvo vivo y activo a Fellini hasta el día que murió en 1993.