Las curiosidades de un Premio Nobel
Isaac Singer fue el único escritor que alcanzó el máximo galardón literario mundial escribiendo en yddish, durante muchos años trabajó solo para no morir de hambre.
culturaIsaac Singer fue el único escritor que alcanzó el máximo galardón literario mundial escribiendo en yddish, durante muchos años trabajó solo para no morir de hambre.
21/01/2025 - 00:00hs
En 1978, Isaack Bashevis Singer, recibió el único premio Nobel de literatura que se otorgó a un escritor en lengua idish. Una vez por semana llenaba una columna, “Vale la pena saber”, con datos curiosos sacados de revistas y enciclopedias: “¿Cuánto mediría la barba de un hombre si viviera 70 años y el vello que se afeitó durante su vida se extendiera de principio a fin? ¿Cuánto pesó el espécimen más pesado de ballena? ¿Cuán amplio es el vocabulario de un zulú?”, se burló de él mismo en uno de sus libros de memorias. “Recibía USD 16 dólares por columna y era más que suficiente para pagar los USD 5 de la renta semanal de una habitación amueblada en la calle 19 Este junto a la Cuarta Avenida y para comer en cantinas”.
Ante el temor a la ofensiva nazi llegó a América desde Polonia en 1935, sin un centavo y sin saber una palabra en inglés, Singer estuvo malviviendo casi veinte años de aquellos cuentitos que publicaba en el Forverts, el diario idish de Nueva York, hasta que un día Saul Bellow leyó uno de esos cuentos, lo tradujo al inglés, lo publicó en el Partisan Review y le cambió la vida para siempre: desde entonces los cuentos de Singer comenzaron a publicarse en el Forverts en idish y en el New Yorker en inglés.
Muchos afirmaron que el sucesor natural de Dickens a lo largo del siglo XX no podía ni debía ser otro que Isaac Bashevis Singer, que aportó una impagable contemporaneidad. Nacido en Polonia, hijo y nieto de rabinos, vivió en el barrio judío de Varsovia hasta 1935, año en el que emigró a Estados Unidos. Toda su obra, escrita en yiddish, la dedicó a narrar la vida cotidiana de las familias judías en ambos continentes.
Durante décadas le habían pagado veinticinco dólares la pieza; el New Yorker le daba mil por cuento publicado. Aun cuando en inglés ya se lo celebraba como un nuevo Chejov, gran parte de la comunidad judeoamericana seguía viéndolo como un cuentero licencioso y blasfemo del viejo país. Singer se limitaba a encogerse de hombros y murmuraba socarronamente: “Qué puede decir un escritor cuando hablan sus personajes”. En ese sentido, pocos escritores construyeron una galería tan amplia de personajes que –con su cotidianidad judía, sus debilidades, sus pequeñas locuras– parecen birlados con pinzas de la misma realidad. Publicó dieciocho novelas y catorce libros para niños, pero su celebridad se la debe a los cuentos.
La leyenda asegura que se levantaba todas las mañanas a las siete, pero se quedaba hasta tres horas rumiando en la cama el cuento que iba a escribir (“Puedo ver los Cárpatos desde mi cama, si cierro bien los ojos”); de ahí pasaba a la bañadera donde permanecía media hora más ajustando los últimos detalles y, de ahí, envuelto en una bata rotosa, pasaba a la máquina de escribir, donde en menos de una hora tipiaba de un tirón el cuento, con papel carbónico. Una copia iba para el Forverts, la otra para alguna de sus traductoras, que horas más tarde traía el texto en inglés. Singer se abalanzaba entonces sobre las páginas y procedía a corregirlas de tal modo que puede decirse que las reescribía. La dócil traductora pasaba en limpio el texto, con Singer vigilando por encima de su hombro, y partía después a entregarlo al New Yorker, previo interludio en la cama, si la esposa del escritor no había regresado aún de Lord & Taylor, la tienda donde trabajaba como vendedora.
Alguna vez aseguró que los escritores no mueren de infartos, sino de erratas. Él se murió en Miami, a los ochenta y nueve años, cuando el Alzheimer lo dejó sin recuerdos. La calle donde vivía en South Beach actualmente lleva su nombre y supo tener un graffiti que reproducía una de sus frases más inmortales: “Cuando un hombre y una mujer se besan, es el comienzo de un asunto espiritual, no sólo físico. La cama no es más que una continuación horizontal de la conversación”.