Ezequiel Martínez Estrada es uno de los mayores intelectuales argentinos. Durante más de 20 años enseñó en el Colegio Nacional de nuestra ciudad.
Para muchos fue el mayor pensador argentino del siglo XX. Cuando volvió de Cuba -donde vivió dos años-, muy pocos se acercaban a su casa, donde rumiaba su angustia y emitía sus juicios bíblicos. Había ido a Cuba en 1959, invitado por Roberto Fernández Retamar -poeta que presidía la Casa de las Américas-. Vivía en un pequeño y despojado departamento de La Habana, que lindaba con su lugar de trabajo, allí ganó más “de lo que había recibido en la Argentina desde el momento de nacer”. Dijo: “La libertad para el pueblo de Cuba consiste en decidir su destino y no en cambiar de amo”.
Lo acusaron falsamente de haber renunciado a la nacionalidad argentina. Para él la ciudadanía jamás fue un simple asunto de Registro Civil. Se consideraba un partidario de la libertad y la dignidad humanas. Quería volver a Cuba, pero su médico ni siquiera lo dejaba moverse o subir las escaleras de su casa. El dormitorio matrimonial constaba apenas de dos camas turcas que desaparecían bajo una baraúnda de libros.
Nació en San José de la Esquina, provincia de Santa Fe, creció bajo el influjo de un padre dominador. De niño detestaba las matemáticas. Un profesor de esa materia lo humilló delante de sus compañeros de clase: “Las palabras ofensivas de aquel hombre me conmocionaron. Volví a casa y le dije a mi padre que ya no estudiaría nunca más. Fue una escena espantosa. Mi padre se indignó, amenazó con encerrarme en el Ejército o en algún otro cuerpo disciplinario. Ese día me marché de casa, ese día abominé de las enseñanzas que tuviesen algún fin utilitario. Pero creo que después llegué a ser un buen profesor”.
Su primera clase en el Colegio Nacional de La Plata fue en el año 1924, y viajó de Buenos Aires diariamente en tren para ponerse al frente del aula, hasta el año 1945. Al retirarse, sus estudiantes de 6° año, le escribieron: “De nuestra mayor estima: cuando un profesor ha sobrepasado la esfera de sus funciones específicas y ha logrado conquistar entre la masa estudiantil el calificativo de maestro, su ausencia deja un claro en la vida a que pertenece que obliga a quienes lo conocen como alumnos a otorgar un saludo que al adquirir las formas de cordial recuerdo, estimule las ansias del retorno.
Sus alumnos del 6° año del Colegio Nacional de La Plata hacemos votos por la pronta desaparición de las causas que lo alejan hoy de nuestras aulas y sintetizamos nuestro afectuoso reconocimiento en un… ¡Hasta pronto, maestro!”. Su ligazón con el Colegio era tan entrañable, que una vez desvinculado de éste, comienza a escribir Compendio de clases dictadas en el Colegio Nacional de La Plata, libro que lamentablemente no fue publicado
Vivió sus últimos años en Bahía Blanca, y andaba siempre en pantuflas y bata de dormir. El silencio cubría cada uno de sus libros. Nadie hablaba de ellos. De regreso al país publicó Realidad y fantasía en Balzac, una obra torrentosa de casi 900 páginas. No mereció ningún comentario en la prensa. “Soy un ídolo en desgracia”, decía.
Sentía que dos palabras le alcanzaban para entenderse con su pueblo, mientras que todas las palabras del mundo no le eran suficientes cuando hablaba con un académico. En 1929 un jurado presidido por Leopoldo Lugones le confirió el primer premio nacional de letras por su libro de poemas Humoresca. El segundo lugar fue para Manuel Gálvez, quien increpó al jurado, acusándolos de la infamia de “haber votado por un mediocre”. Tres años después publicó Radiografía de la pampa, un libro complejo escrito en un estilo único y malhumorado. Jorge Luis Borges lo definió, en 1933, como libro de “espléndidas amarguras”.
Ezequiel Martínez Estrada trabajaba en el Correo, fue el encargado del servicio de encomiendas para España durante la guerra civil: “Eran cuadras y cuadras de seres humanos, asfixiándome bajo océanos de paquetes, hasta las 3 de la mañana”.
Estudió violín, desesperadamente, para no matarse. Se enfermó: “Y comprendí que no podía servir nunca a los enemigos del país. Me enfermé, y en mi enfermedad comprendí la enfermedad del pueblo”. Vagó de hospital en hospital, con la piel negra como el carbón y dura como la corteza de un árbol. Nadie sabía el nombre de aquella enfermedad; sólo que provenía de una deficiencia en el funcionamiento de la glándula hipófisis.
Desmoronado por cinco años de yacencia, Victoria Ocampo lo albergó en su departamento de Buenos Aires. Atravesó la enfermedad y dos infartos entre 1960 y 1964, sin cesar de escribir diez horas al día, abarrotando los cajones de su escritorio con libros como Filosofía del ajedrez, La vida del violín y los milagros de Niccolo Paganini e Historia natural de las ciudades.
Decía Tomás Eloy Martínez que Martínez Estradas, “con la voz hecha un incendio, parece un personaje del Apocalipsis”. Quizás lo era. Decía que el país había caído en manos de impostores. Se le hinchaban las venas de las sienes cuando daba una opinión política sobre los canallas o los incapaces. “Si tengo que hablar, no tengo que mentir”, decía y se aferraba a sus convicciones como a su propia vida. Siempre dijo su verdad. Esa verdad que hoy serviría para contrarrestar tantas mentiras que quieren hacernos creer.