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Un personaje sangriento

Ungern-Sternberg tenía todas las trazas de ser una criatura de la ficción, pero existió en la realidad, con una vida que osciló entre la locura y el crimen.

Interés General

21/11/2024 - 00:00hs

Hugo Pratt llegó a dedicarle un episodio fulminante en el Corto Maltés en Siberia. Pero existió en la vida real y fue una desgracia para todos los que tuvieron la desventura de cruzárselo. Ungern-Sternberg nació en Graz (Austria) en 1886 en una familia de sangre azul que, no obstante, no pudo evitar que la vida del chico resultara algo atípica. Primero, porque a los dos años se trasladaron a Reval, cerca de Tallín, ciudad de una Estonia que por entonces formaba parte del Imperio Ruso. Segundo, porque sus padres se divorciaron en 1891 y la madre se volvió a casar con otro aristócrata alemán. Y tercero, su padre fue internado en un manicomio en 1899, rematando una mala racha que le había llevado a pasar un año antes por prisión acusado de fraude.

De no haberse producido la guerra ruso-japonesa en 1904, este personaje probablemente hubiera ido a parar a un manicomio, donde su sed de sangre hubiese permanecido confinada en las cuatro paredes de su celda. No obstante, su familia era de la aristocracia del Volga y durante generaciones había servido en los ejércitos del zar así que, para sacárselo de encima, la parentela lo envió pupilo a sucesivos internados rusos hasta que el beligerante joven logró graduarse en el Liceo Pavel de Petersburgo.

En los sangrientos campos de batalla de aquella guerra encontró su lugar en el mundo. Se destacó muy pronto por su demente temeridad (pensar era sinónimo de cobardía, según él) pero nadie se atrevía a poner tropas a su cargo por su incapacidad para respetar la cadena de mandos. El general Wrangler escribió en sus memorias que, para no ascenderlo, optó por estacionarlo en una remota guarnición de Siberia hasta que volvieron a necesitarlo para 1914. En ese interregno, Ungern-Sternberg se había fascinado con el salvajismo de los buriatos (nómades mongoles en quienes confiaba más que en sus soldados rusos); se casó con una princesa tártara, aprendió a hablar la lengua, estudió todas las tácticas de guerra de Gengis Khan y se hizo budista.

En 1905 estalló la revolución, que empezó en Odessa con el motín del acorazado Potemkin y que se extendió a otros puntos incitando a los campesinos a alzarse en armas en la región del Báltico. Varias fincas nobiliarias fueron arrasadas, entre ellas la de Jerwakant (actual Järvakandi), donde Ungern había pasado su infancia, lo que resultó traumático para él. Ese incidente le hizo agudizar el desprecio por los estratos sociales bajos que siempre había tenido. Las consideraba salvajes e ignorantes, opinando que eran un cero a la izquierda y no tenían nada que aportar a la dirección política del Imperio Ruso. Su orgullo de clase le hacía reivindicar las raíces medievales germanas de su familia (el alemán era su lengua natal, aunque también hablaba ruso, francés, inglés y estonio) junto a otras familias húngaras que, afirmaba, le emparentaban con Batu Khan, el nieto de Gengis.

Cuando triunfó la Revolución de Octubre, para sorpresa de propios y extraños, Ungern-Sternberg decidió emprender desde Siberia la conquista de la Unión Soviética y China. Eran apenas 600, pero se creían capaces de construir un nuevo imperio tártaro. En los meses siguientes se erigió en figura suprema de la región a través del terror. Arrasó con todos los judíos rusos que se habían establecido en la frontera con Mongolia y prosiguió su cacería de bolcheviques. En su regimiento había adivinos y brujos, en quienes confiaba más que en sus lugartenientes militares.

Uno de los tantos lectores austríacos de Bestias, hombres y dioses (un libro especialmente dedicado a las correrías atroces de Ungern-Sternberg contra la comunidad judía y bolchevique) fue un cabo retirado y por entonces orador nacionalista en alza, quien tomó al pie de la letra muchas de las ideas de Ungern-Sternberg cuando escribió tras las rejas Mi lucha. Cuando los aliados pudieron acceder a la biblioteca privada de Adolf Hitler, había un volumen profusamente anotado en tinta verde de ese libro cuyo autor interesó tanto a la psiquiatría como a la criminología.

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