A 30 días del intento de magnicidio perpetrado por Fernando Sabag Montiel contra la vicepresidenta Cristina Fernández, queda claro que la oposición no ha estado a la altura de las circunstancias. Por acción o por omisión, parte de la política ha alentado la proliferación de actos
de odio que dañan al país en su conjunto.
Hace un mes exacto que Fernando Sabag Montiel, un hombre hasta entonces desconocido, se acercó a la vicepresidenta de la Nación en medio de una multitud, le apuntó una pistola a la cara y gatilló dos veces, con la intención de matarla.
La bala no salió. De manera que hace un mes exacto que vivimos en el resultado de un milagro.
Lo más extraño en esta situación, sin embargo, es que no haya voluntad de aprovechar la oportunidad que ese milagro nos presentó. Porque, a treinta días de aquel intento de magnicidio, no ha sido posible tomar medidas radicales para sanar la herida social que posibilitó el atentado contra Cristina Fernández, y que se manifiesta de muchas otras maneras.
Alguien que sobrevivió milagrosamente a un accidente de tránsito provocado por su impericia o descuido se vuelve más cuidadoso al volante. Alguien que estuvo a punto de despeñarse en una escalada, extrema las medidas de protección en sus próximas excursiones. Alguien que casi pierde la vida por comer alimentos en mal estado adquiere el hábito de revisar minuciosamente las fechas de vencimiento de todo lo que compra.
En cambio, en un país cuya vicepresidenta estuvo a un tris de ser asesinada, parte de la esfera política (más concretamente, la oposición de derecha) no solo no ha reculado en sus ataques contra la exmandataria y el Gobierno en general (cosa que está en su derecho de hacer dentro de los límites de la institucionalidad y la responsabilidad), sino que se ha resistido reiteradamente a los llamados al diálogo, se ha limitado a rechazar tibiamente (y no siempre) la irrupción de la violencia, y hasta ha obstaculizado las movidas para que el diálogo se produzca en otros ámbitos, como la escuela.
No es que les haya faltado tiempo para reaccionar ante el shock. Ya pasó un mes, y queda claro que no están dispuestos a incorporar la lección que brinda aquel suceso.
Septiembre tendría que haber sido un mes de diálogo, reflexión y conciliación. En vez de eso, fue un mes de odio y locura.
En el repaso de lo ocurrido desde aquel disparo fallido hasta hoy, se ve que las manifestaciones de solidaridad se han multiplicado, pero también han aflorado con mayor frecuencia las de ese odio que antes del ataque contra Cristina surgía cada tanto y que ahora son casi moneda corriente.
Algunas de esas manifestaciones son discursivas, como la propuesta de José Luis Espert de responder a las protestas sindicales con cárcel o bala; otras se expresan en acciones repudiables, como los ataques vandálicos a monumentos y lugares del peronismo. Impresiona ver una estatua de Néstor Kirchner con la cabeza destrozada por disparos de bala. Pero además, el círculo del odio se amplía (en rigor, siempre fue más amplio) con ataques, también, a símbolos de los derechos humanos, a veces con connotaciones ominosas.
Porque no solo la estatua de Néstor en Vedia, el busto de Evita en Llavallol o las sedes del Partido Justicialista (PJ) en La Plata fueron objeto de vandalismo. También las placas en homenaje a víctimas del bombardeo de Plaza de Mayo, que en todo caso fueron civiles sin responsabilidad partidaria ni institucional. Y también los pañuelos de las Madres de Plaza de Mayo en un mural en Almirante Brown, y otro en Quilmes que recuerda a las víctimas de la Noche de los Lápices y sobre el cual desparramaron sangre, en un mensaje tétrico y repelente. Entre las figuras del Gobierno amenazadas figura Victoria Donda, hija de desaparecidos, a la que le dijeron que iba a terminar igual que sus padres.
No solo hay gorilismo, antiperonismo en esta efervescencia de la derecha más nefasta. El enemigo al que apuntan son los propios derechos humanos. No los quieren. Quieren otra cosa.
No es difícil entender que la actitud de la oposición de derecha (salvamos aquí a la izquierda, que en todo momento condenó la persecución política y el ataque físico a la vicepresidenta, aun con sus diferencias) alienta este tipo de manifestaciones. Mientras Patricia Bullrich, la exponente más “dura” de Juntos por el Cambio, se niega a repudiar el atentado contra Cristina, Horacio Rodríguez Larreta, el líder supuestamente más “moderado”, manda policías a las casas de los adolescentes que toman colegios, en una práctica más propia de la dictadura que de la democracia.
Por acción o por omisión, el principal frente opositor, con su negativa cerril a asumir la responsabilidad que reclama la hora, inmerso en consideraciones electoralistas que quedan pequeñas ante la gravedad de la situación, termina fomentando que este odio revanchista se exprese cada vez con más frecuencia e intensidad. Por no hablar del espectro “libertario”, que ya apenas disimula su esencia violenta.
Ya pasó un mes entero y el mensaje de la derecha, lo quiera o no, es que todas estas cosas se pueden hacer. A pesar de todo, nunca es tarde para la reflexión y el diálogo, y cabe esperar que en los próximos días, semanas, meses, la oposición se coloque a la altura de las circunstancias para poder empezar a sanar las heridas que nos afectan a todos.