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Atahualpa Yupanqui y la mujer a la que amó

Poco se sabe de la vida sentimental de este folklorista argentino conocido en el mundo entero. Pero durante más de medio siglo convivió con una mujer, con quien compuso muchas canciones.

Interés General

22/08/2022 - 00:00hs

Se llamaba Antonietta Paule Pepin Fitzpatrick. Había nacido el 9 de abril de 1908, en Saint-Pierre-et-Miquelon, una pequeña isla francesa ubicada contra la costa canadiense de Terranova. La llamaban Nenette. Durante la Primera Guerra Mundial se mudó con sus padres a Francia, donde descubrió su vocación por la música y obtuvo sus primeros lauros como pianista: medalla de oro como intérprete y compositora conferida por el Conservatorio de Caen en Normandía. Tenía 18 años cuando viajó a Argentina como integrante de una compañía de danza. Le gustó tanto Buenos Aires que decidió quedarse a vivir. Aquí vino también a radicarse su hermana Jeanne. Luego, conoció a su primer marido, con el que vivió en el barrio de Villa Ballester y continuó sus estudios de piano en el Conservatorio Nacional de Música.

Su vida daría un giro definitivo en 1942. Ese año fue a dar un concierto a Tucumán, acompañada por la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Al otro día, fue a un recital de Atahualpa Yupanqui, alguien que por entonces tenía casi una decena de discos editados. Alguien los presentó al final del evento. Ambos estaban casados; él, con una prima. Fueron a cenar juntos y supieron que terminaría ocurriendo lo que sucedió cuatro años después: vivirían juntos hasta el final.

Se casaron en Montevideo y en 1946 tuvieron a su único hijo, Roberto Koya Chavero, que les dió cuatro nietos. Ese año, Nenette decidió dejar su carrera de concertista de piano. Pero no puso candado a su creatividad: se dedicó a escribir canciones con su marido. Fue coautora de algunos de los temas más conocidos de Atahualpa Yupanqui, pero esto recién se supo tiempo después, pues firmaba sus creaciones bajo el seudónimo de Pablo del Cerro. Eligió ese seudónimo por uno de sus nombres, Paule, y por su amado Cerro Colorado en la provincia de Córdoba, cuyos senderos disfrutaba recorrer libremente con Atahualpa, respirando un aire antiguo y sagrado, que habla al alma en un lenguaje claro y hondo. Fue en su piano que tomaron forma Luna tucumana, El arriero, El alazán, Indiecito dormido, Chacarera de las piedras y Guitarra dímelo tú, entre otras composiciones. Fueron, exactamente, 65 canciones nacidas del amor a la tierra y sus recónditos mensajes.

Cuando murió la primera esposa de Atahualpa en 1979 se casaron en Argentina, por civil en Belgrano y por iglesia en una austera capilla de Cerro Colorado.

Atravesaron juntos los desiertos años del exilio, en los que el dolor muchas veces llegaba hasta el hueso. Conjuraban las tristezas componiendo en un pequeño departamento que alquilaban en París, como aquella canción que dice: “Heridas nos da la vida,/ y hay que saberlas curar/Con las leñitas que voy quemando,/ se va entibiando mi soledad”. Se refugiaban en la música, apaciguando así los dolores y serenando el alma. Pero eran aguerridos en eso de andar a la aventura. Cuando él salía en algunas de sus frecuentes giras por el mundo, siempre se escribían, como manera de seguir estando juntos. “Leo tu carta y quiero decirte que no pienso tristemente en el porvenir. Ya volveré pronto para grabar mis músicas. Y te veré, levantada y amorosa, trabajadora y buena, como sé que eres. Y besaré tus ojos, compañera de tantas horas lindas y tristes”, escribió Atahualpa. Él solía encabezar sus cartas con un “Querida mamá”. En una de ellas le dijo: “Lo de afuera puede ser lindo o triste, cambiante siempre, tedioso a veces, pero lo de adentro, las alas mágicas, esas cuídalas, que no hay otras una vez rotas”.

Murió en Buenos Aires, el 14 de noviembre de 1990 cuando tenía 82 años. Aunque vivió en nuestro país más de 60 años, nunca renunció a la nacionalidad francesa. Pidió que sus cenizas fueran echadas al mar, en el Atlántico Norte, en las aguas en las que jugó de niña. Atahualpa, que la sobrevivió dos años, en una carta le había declarado con un acento definitivo: “Tú fuiste siempre la callada fuerza de mi camino”.

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