Manuel Puig era hijo de una platense, y vino a nuestra ciudad todos los veranos de su infancia. Aquí aprendió a contar historias cinematográficamente.
Manuel Puig nació en General Villegas, provincia de Buenos Aires, su primer libro fue La traición de Rita Hayworth, publicado en 1968; traducido al francés, mereció que Le Monde y sus especialistas lo colocaran en tercer lugar, entre los mejores libros traducidos del año. Viajero empedernido, se desempeñó en tareas administrativas en el aeropuerto de Nueva York, escribió guiones cinematográficos en Italia y fue maestro a domicilio en las calles de Buenos Aires.
Cuando su aventurera lejanía se prestaba al descubrimiento periodístico, alguien exhumó sus textos y lo lanzó a la publicidad. Y de su primera novela se vendieron 6 mil ejemplares. Pero, a diferencia de los libros que ostentaban un método publicitario bestial, el de Puig fue capaz de mantenerse sin que los bombos viniesen sonándole de atrás.
Puig sostenía que cualquier lenguaje es de masa, cualquier lenguaje no dice lo intransferible de cada uno, cualquier lenguaje es sólo indicativo del recorrido de una vida cuya causa final –si hay que decir que existe alguna– no es otra que la causa eficiente del deseo. “No hay elección –decía–: uno escribe sobre lo que siente como inevitable, como problema propio, como parte de sí mismo. No se puede escribir para demostrar”.
Puig se recordaba a sí mismo como un chico desubicado, afín a la gente que se rebelaba y no quería entrar en el juego de la clase media. Por eso en la mayoría de sus libros elegía personajes sometidos: no le interesaban tanto los individuos como el juego de tensiones entre todas sus hipocresías. “Son personajes inspirados en gente que existió, a veces sintetizo en un personaje a dos o tres personas reales”, confesó sobre Boquitas pintadas, su segunda novela.
Aquel niño incomprendido por demasiado amanerado y sensible del pequeño pueblo bonaerense encontró en el cine una ventana al mundo de afuera, pero también, las herramientas para narrar el mundo de adentro. Fue en los años de la infancia, en los veranos que venía a visitar a una tía que vivía en nuestra ciudad, que se aficionó al cine. A través del cine, logró evadirse de la realidad machista y violenta que lo rodeaba. Pero también el cine, y el hecho de ser un espectador distinto, le dio una manera de contar, de narrar. Tuvo una manera de pasar por el cuerpo, por la mente, por la experiencia el cine que no fue solamente lo anecdótico, no fueron las historias que vio, sino el modo en que pudo vivenciar esa experiencia, y convertirse en escritor.
Boquitas pintadas fue un intento de literatura popular. En un principio, el autor quiso hacer un folletin, porque aquel formato tenía ganchos que le hubiera gustado utilizar: la estructura atenta al interés anecdótico, el trazado simple o aparentemente simple de los personajes, sin olvidar el ingrediente emotivo. Respecto de sus personajes en aquella novela, Puig aseguraba: “Yo no me río de mis personajes, creo que merecen todo mi respeto. Yo no soy un escritor grotesco, como se pretende. El grotesco lo encuentro en la realidad. Al trabajar con personajes de la clase media, no se puede menos que encontrar la parodia a cada paso”.
Si las dos novelas iniciales de Puig parecen responder a esa búsqueda de “color local” que todavía opera como fantasma en cada escritor argentino, desde The Buenos Aires Affair en adelante no tenemos sino a un escritor que busca por todos los medios desprenderse de la marca personal, de todo guiño autobiográfico. Y de toda señal “nacionalista”, también: por su violencia, por su sordidez, por su nuevo campo de referencias y por la lengua que empieza a utilizar, empezamos a tener una obra que podría ser de cualquier parte y de todas a la vez
Perseguido por la última dictadura militar, Manuel Puig se exilió en México. Cuernavaca fue la ciudad que lo cobijó en sus últimos años. Murió allí el 22 de julio de 1990.