Fue llamada “la Discépolo con faldas”, porque revitalizó con su poesía un género que estaba en decadencia. Arte y coherencia fueron las divisas a las que dedicó su vida.
Una fantasía parida en las noches vició con un entusiasmo incomparable la infancia de Eladia Blázquez: el sueño de ser cantante. Cuando la realidad se empeñaba en desmentir ese sueño, ella caía en una suerte de agotamiento nervioso y se rehusaba a iniciar actividad alguna que la alejara de la música. Aunque su familia poco la pudo ayudar en su formación artística -provenía de un hogar humilde de Gerli-, a los cuatro años los reyes magos le regalaron una guitarrita -pues su padre se dedicaba a la carpintería- y ella empezó a jugar, a sacar melodías y desdeñar cualquier otro juguete. A partir de ese regalo, su vida cambiaría para siempre.
“Entonces, mamá pensó que ese debía ser mi futuro, la música”, confesó alguna vez durante un reportaje. Eladia era apenas una niña y su madre comenzó a llevarla a diferentes academias musicales: cantó en programas de radio, hizo el aprendizaje de los escenarios, lograron conseguirle un piano y desde ese momento no paró de tocar. A los once años escribió un bolero, extraordinario para una niña de su edad, llamado Amor imposible. Nunca tuvo estudios formales. De todas maneras, ella creía que si los hubiese tenido, con su oído y disciplina, sólo hubiera sido una concertista alejada de lo popular.
A mediados de la década del 50, Eladia comenzó a cautivar a españoles y argentinos cantando cuplés, tonadillas, boleros, y luego vals peruanos. Más tarde, se incorporaron nuevos géneros en su repertorio melódico: aparecieron el folklore y el tango. Algunos de sus biógrafos señalan que allí descubrió su argentinidad, sus raíces musicales. Aunque siempre negó ser poeta, lo cierto es que estaba convencida de que la poesía podía encontrarse incluso en una cuarteta que le dictaran: “Yo no invento nada. Lo que tengo es una piel sensible para escribir o para reflejar cosas. La creación es una fuga total de la realidad desde el momento en que no sabés de dónde viene”.
Escribir en argentino y después encontrar el tema de Buenos Aires significó una especie de hall de entrada al tango. Tras un debut consagratorio, en 1970, con su disco Buenos Aires y yo, se sucederían doce discos más que la ubicaron como la gran compositora de la canción porteña de fines del siglo pasado. En los círculos tangueros, la apodaban “la Discépolo con falda”. Y así, en la madurez de su vida, se reconciliaría para siempre con ese género que durante mucho tiempo pareció coto de caza exclusivo de los hombres. Ella creó un tango canción de estilo nuevo, pero sin pretensiones vanguardistas. A propósito de ese vínculo tan especial, le gustaba decir que el tango era una esencia, una manera de ser, y que, aunque evolucionara, seguiría conservando esa mística. Sobre todo, porque los porteños eran una clase de gente tan especial que tenían una música que los representaba, cosa que no ocurría en ningún otro lugar del mundo. Como contrapartida, insistía Eladia, los porteños adolecían de una nostalgia exagerada: “Es tonto pensar que, por simple nostalgia, añoremos un farolito y no veamos una luz de neón que alumbra mucho más y es más bonita”.
A propósito de Carlos Gardel, Blázquez decía que un artista de su naturaleza costaría bastante repetirlo: “Gardel era completo, demasiado, y todos los demás se perdieron buscando en esa imagen. Julio Sosa tal vez hubiera sido algo importante. Pero todos han estado muy lejos; porque, además de cantar bien, tenía simpatía, porte, ciertos dones. Pueden pasar muchísimos años hasta que aparezca alguien igual”. Crítica, incisiva y escéptica, la compositora también afirmaba que la figura de artista implicaba algo más que hacer una cosa específicamente bien: era cantar, escribir, la simpatía, la autenticidad, cómo pararse frente a la vida, la gente, los escenarios y los desafíos permanentes.
Murió el 31 de agosto de 2005, en ese Buenos Aires al que tanto cantó. Aunque su rol como compositora e intérprete siempre tuvo un lugar destacado en el ambiente musical, fue a través de la difusión de las versiones de otros intérpretes en donde la obra de Eladia Blázquez tuvo una repercusión mucho mayor. Allí desairó la nostalgia y encaró el futuro poniéndole letra a Adiós Nonino u homenajeando a Buenos Aires con Si te viera Garay, como si hubiese tenido un piolín para remontar todos sus ensueños.