La historia de amor entre uno de los mayores directores de cine del siglo XX y la actriz
a la que llamaron “la Chaplin femenina” mantiene un halo de belleza y fatalidad.
Se conocieron en plena Segunda Guerra Mundial. Ella tenía 21 y él 22 años. Trabajaban en el radioteatro Las aventuras de Cicco y Pallina, que por entonces transmitía la cadena oficial de Italia para todo el país, y cuyo guión era del propio Federico Fellini. Giulia Anna Masina había iniciado su carrera de actriz paralelamente a su paso por la Universidad de Roma. Fellini a los 17 años se había ido de Rímini para radicarse en Florencia donde consiguió empleo como dibujante, caricaturista y guionista de historietas. Fue allí donde se conocieron para no separarse nunca más. Fellini no podía evocar las circunstancias en las que se conocieron: “Nuestro primer encuentro no lo recuerdo porque en realidad yo nací el día que vi por primera vez a Giulietta”. Por su parte, ella describiría a ese muchacho moreno y flaco, como “un fakir, todo ojos, ojos profundos, inquietos, inquisidores”.
Un año después de ese primer encuentro, el 30 de octubre de 1943, se casaron. La ceremonia, íntima y austera -como lo imponían los años de guerra-, tuvo lugar en el departamento de la tía de Giulietta, que la había criado desde que sus padres decidieron, siendo la actriz muy pequeña, que Roma era mejor lugar que San Giorgio di Piano -su localidad natal, cerca de Bologna- para estudiar. Cuenta la sobrina de Federico, Francesca Fabbri, que “la Masina” estuvo despierta toda la noche anterior cocinando lasaña y sopa inglesa para los invitados. Luego, en lo que fue un modesto festejo signado por la atmósfera opresiva de la ciudad, fueron al teatro a ver a Alberto Sordi, que años después filmaría bajo las órdenes de Fellini, quien los homenajeó ante el público: “Quiero presentarles a dos amigos artistas que hoy se casaron, Federico y Giulietta. Seguramente van a oír hablar de ellos”.
Tras perder un embarazo a causa de la caída en una escalera, en 1945 Giulietta daba a luz a Pier Federico. Menos de dos semanas después, “Federichino”, como le decían cariñosamente, moría de neumonía. “Fue un trauma terrible perder dos hijos”, contó Masina en 1993 a la revista People, en la última e histórica visita de Fellini a los Estados Unidos, poco antes de morir, cuando recibió de mano de su gran amigo Marcello Mastroianni el Óscar a la trayectoria: “De alguna manera tuve miedo después de eso. No es que no quise tener más hijos, sino que simplemente no llegaron”.
En esos días desolados un encuentro iluminó a Fellini: Roberto Rossellini le pidió que se hiciera cargo del guion de Roma, ciudad abierta. Y fue a partir de esa colaboración que nacería no solo su carrera como director sino su lealtad por esa otra patria, Cinecittá y sus enormes estudios, donde pudo levantar todos los mundos construidos con la sabia albañilería de su imaginación.
Trabajaron juntos numerosas veces. La primera ocasión fue en 1948 con la película Sin piedad, de Alberto Lattuada, con guion de Fellini. Pero fue en la década siguiente que el director y su musa se lucieron en todo su esplendor: El jeque blanco, estrenada en 1952 con protagónico de Sordi, dos años después, La strada, un éxito de taquilla que les abrió las puertas para recibir su primer Óscar a la mejor película extranjera. Los dos fueron aclamados por igual. La Gelsomina, interpretada por Giulietta, contraparte tierna del bestial Zampanó, encarnado por Anthony Quinn. Luego vendría otro éxito arrollador, Las noches de Cabiria, que traería un Óscar a la mejor película extranjera, y el premio mayor del Festival de Cannes para la actuación de Giulietta.
Federico y Giulietta no coincidían en todo. Ella era una fumadora empedernida, él aborrecía el tabaco. Esa diferencia de hábitos no separó sus vidas, pero sí sus noches: dormían en habitaciones separadas en la célebre casa de Via Margutta, en Roma. En cuestiones de forma, ella no podía escapar a cierto rigor aprendido en sus años de educación con las hermanas ursulinas, mientras él, con su mente brillante e hiperactiva, hacía lo que quería. Para la tímida y reservada Giulietta, el matrimonio era sagrado. A Federico, en cambio, no le preocupaba nada disimular sus amoríos: “Antes de casarme con Giulietta decía que era un soltero que amaba a las mujeres, ¡ahora soy un marido que las ama!”.