Realizarán una misa a los 5 años de la muerte de Fernando Báez Sosa
Será el 18 de enero en la parroquia Santísimo Redentor.
Isadora Duncan fue una virtuosa de la danza, con una técnica exquisita. Su vida fue tan asombrosa como su muerte.
09/01/2025 - 00:00hs
Manteniéndose resueltamente apartada de la danza clásica, practicó y enseñó una danza libre por medio de la cual pensaba recuperar la técnica de las bailarinas de la antigua Grecia, con cuyas galas se ataviaba. Tanto sus pasos como sus actitudes ilustraron los textos de los grandes músicos modernos. Creó escuela en muchas capitales de Europa y contribuyó a transformar la interpretación plástica de la música. Su estancia en Rusia señaló el punto culminante de su gloria.
Nacida en San Francisco el 27 de mayo de 1877, Angela Isadora Duncan era la menor de cuatro hermanos: cuando tenía pocos meses, el padre, Joseph, abandonó a la familia y su madre, Dora, debió luchar duramente para mantener a sus hijos dando clases de piano. Su vida estuvo marcada por la creatividad, el vanguardismo, la rebeldía y también la tragedia. Un terrible hecho en particular la marcó para siempre: la muerte de sus dos pequeños hijos, Deirdre y Patrick, ahogados cuando el auto en el que viajaban con su niñera cayó al río Sena, en París.
Isadora percibió desde chica que la danza era su destino, y su crianza tuvo mucha vinculación con ese deseo. Su madre pianista, poco sujeta a las convenciones sociales de su tiempo, alentó las vocaciones artísticas de sus hijos, sin importar cuán extravagantes fueran. Dora fundó una academia de danza en Oakland cuando Isadora tenía siete años y dos de sus hermanos, Elizabeth y Raymond, se convirtieron en profesores. A los once, Isadora dejó la escuela regular para también ella ayudar en el emprendimiento familiar.
En la adolescencia de Isadora, su familia se mudó a Chicago, donde la joven comenzó a estudiar danzas clásicas. A los 18 años empezó a actuar en clubes nocturnos. Saltaba descalza, con desenfado, enfundada en una túnica suelta. Era única y todos empezaron a percibirlo. Ya no era el ballet clásico lo que ella interpretaba, sino la danza contemporánea.
Las vivencias familiares habían sido tan traumáticas que la familia terminó alejándose del catolicismo y, con el tiempo, Isadora optó por declararse una “atea convencida”. Su nuevo destino fue Nueva York donde ingresó en la compañía de teatro del dramaturgo Augustin Daly.
Más tarde, Isadora convenció a su madre y hermanos de emigrar a Europa: vivieron primero en Londres y luego en París. Fue en esas ciudades donde Isadora empezó a brillar, mostrando una técnica de danza novedosa y superando en excentricidades y audacias lo que se esperaba de las jóvenes de esa época.
Del mismo modo en que tenía en claro que ella misma dirigiría su propia carrera, dispuso libremente de su vida amorosa. Rechazó siempre la institución matrimonial y tuvo innumerables amantes. Isadora eligió ser madre soltera, y así concibió dos hijos. Aunque no quiso revelar el nombre de los padres, se sabe que fueron fruto de sus relaciones con el diseñador teatral Gordon Craig y Paris Singer, hijo del magnate de las máquinas de coser Isaac Merritt Singer.
Buenos Aires fue testigo de su carácter díscolo. Llegó en 1916, en coincidencia con los festejos por el centenario de la independencia. Enseguida tuvo que endeudarse para conseguir las cortinas y alfombras que obraban a modo de escenografía de sus espectáculos: las suyas no habían llegado a tiempo desde Europa, como tampoco las partituras orquestales.
La noche del 14 de septiembre de 1927, a los 50 años, subió a un auto deportivo manejado por un joven chofer italiano, Benoît Falchetto. Cuenta la leyenda que antes de subir al vehículo, se despidió de sus amigos con palabras proféticas: “¡Adiós, amigos míos, me voy a la gloria!”. Como fuera, pocos minutos después murió asfixiada por su propia chalina, que sobresalía del auto y se enganchó en la rueda trasera.