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La literatura es un inmenso territorio donde abundan anécdotas sorprendentes y secretos que hacen a la esencia del oficio.
27/06/2025 - 00:00hs
El temor a la literatura recorrió todos los sistemas políticos y viene de muy lejos. En 1774, en la Feria de Otoño de Leipzig, la librería Weygand una breve novela de autor anónimo titulada “El sufrimiento del joven Werther”. Su autor, un joven de veinticinco años llamado Johann Wolfgang Goethe. La censura descubre que esa obra de amor desesperado no es más que una apología del suicidio y decreta la prohibición. Pero ya es tarde: el siglo de las luces es el siglo de la imprenta. La novela se publica en Francia, Inglaterra, en Italia, haciendo suspirar a las multitudes. El libro vuelve a Alemania de la mano de los viajeros y arrasa definitivamente con la censura.
Ese momento histórico va a conocerse como el furor wertheriano. Los muchachos se vestían como su héroe: frac azul, pantalón amarillo y sombrero gris; las chicas imitaban a Charlotte, la enamorada: vestida de blanco con cintas rosa. Todo se volvió “Werther”: la pintura, los decorados, las tumbas y hasta los perfumes. En los parques públicos, los narradores despliegan sus mejores talentos contando la novela a un público apasionado. En la novela, Goethe desliza algunas opiniones desdeñosas sobre los autores de su tiempo, pero no los nombra. En el Libro Primero, Charlotte proclama: “El autor que yo prefiero es aquel que me hace descubrir el mundo en que vivo y que pinta todo lo que me rodea, aquel que llega a mi corazón y encanta mi vida diaria, que no es un paraíso, pero es la fuente de mi felicidad”.
En 1804, treinta años después de publicada la novela, el Mercure de Francia siguió pensando que Werther era inmoral. Por su parte, el emperador Napoleón Bonaparte recibió al escritor y le confesó haber leído siete veces Werther, sobre todo durante la campaña de Egipto. Lo cierto es que Goethe aborreció ese libro primerizo inspirado en un drama real y cercano: “Cuántas veces he maldecido las páginas insensatas que participaron al mundo de mi dolor juvenil: si Werther hubiera sido mi hermano, lo habría matado”.
Ernest Hemingway decía a propósito del tortuoso oficio de escribir: “La única cosa de la que un escritor puede estar seguro a lo largo de su existencia es que todo el mundo intentará impedir que escriba. Familia, escuela, ejército, dinero, política, amigos, enemigos, conocidos y críticos”. Asimismo, Kafka comprendía que los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, lo que sea, un libro, un gesto, un objeto perdido, para encontrar cualquier cosa, tal vez un método, con suerte: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí.
Para Osvaldo Soriano, una novela no escrita es algo que se pudre dentro de uno. A veces hasta los mayores escritores se dejan llevar por la omnipotencia: envalentonado por el éxito de “Guerra y Paz”, León Tolstoi pensaba que “Anna Karenina” le llevaría quince días. El manuscrito definitivo, de más de mil páginas, tardó tres años en tomar su forma final. En los archivos quedaron tres versiones despreciadas por el autor y es la cuarta la que después se leería como monumento irrepetible. Tolstoi escribió el millar de páginas apurado por las deudas y por un contrato que lo obligaba a publicarlas en folletín a razón de un capítulo por semana. La novela apareció en El mensajero ruso en 1875 y cinco años más tarde fue editada en tres volúmenes para las librerías. Algunos autores afirman que el impacto sobre los lectores de entonces fue, probablemente, el más espectacular que produjo jamás la literatura.
Cuenta Osvaldo Soriano que Tolstoi no tenía más remedio que escribir en San Petesburgo y recibir las noticias por correo; y que cada mañana tomaba la pluma sabiendo que, lloviera o tronara, tenía que escribir las mil quinientas palabras que enviaría cada semana a Moscú. Pero, sobre todo, Tolstoi era consciente de que cada capítulo debía tener algo que mantuviera en vilo al lector y, antes, al autor.