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Fue maestro, tutor y amigo de Simón Bolívar. Su prédica revulsiva, que incluía la educación pública y el feminismo, sigue alumbrando hoy tanto como entonces.
30/03/2024 - 00:00hs
Simón Narciso Rodriguez nació en octubre de 1769 en Caracas, ciudad colonial de unos veinticinco mil habitantes. La Iglesia lo bautizó como niño expósito, esto es, de padres desconocidos. Había sido abandonado en las puertas de un monasterio. A los veinte años, el cabildo caraqueño le otorga el título de maestro. Dirigió la única escuela pública de la ciudad –había otras dos que eran de la Iglesia-. Lo llamaban “El Loco”. Sus ideas chocaban contra el sentido común de la época.
Para taparse la calva usaba un gorro con borla roja. Ese apenas era un detalle de su extravagante manera de vestir. Pero la vestimenta era la menor de sus rarezas. Decía que las escuelas debían estar abiertas a los pobres y los mestizos, que las clases tenían que ser mixtas, así desde niños los hombres aprendían a respetar a las mujeres y las mujeres aprendían a no tener miedo a los hombres. Estaba convencido de que sin educación popular no habría verdadera sociedad: “Instruir no es educar. Enseñen y tendrán quien sepa, eduquen y tendrán quien haga. Mandar recitar de memoria lo que no se entiende es hacer papagayos. No se mande, en ningún caso, hacer a un niño nada que no tenga su por qué al pie. Acostumbrado el niño a ver siempre la razón respaldando las órdenes que recibe, la echa de menos cuando no la ve y pregunta por ella diciendo: ¿Por qué? Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el por qué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón. No a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre, como los estúpidos.” Sonaba muy raro a comienzos del siglo diecinueve –y siguió sonando raro casi dos siglos después-, decir que las mujeres tenían derecho a la instrucción y a los oficios, para que no se prostituyeran por necesidad ni se casaran solo para asegurarse su subsistencia: “Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra”.
Romper las cadenas
A los 28 años, Simón Rodriguez se marchó de Venezuela. Había participado en una tentativa revolucionaria que fue ferozmente reprimida. Se refugió en Jamaica, donde siguió ejerciendo como maestro de escuela. Posteriormente viajó a Francia, donde se registró bajo el nombre de Samuel Robinson y se presentaba como “hombre de letras, nacido en Filadelfia, de treinta y un años”. En Europa se reencontró con Simón Bolivar. En 1805 emprendieron juntos un largo viaje hasta Italia, cruzando a pie los Alpes. Fueron a Milán, luego a Verona y Venecia, Padua, Ferrara, Florencia y Perusa. En Milán presenciaron juntos la coronación de Napoleón Bonaparte como rey de Italia. Fue en Roma que Simón Bolívar, acompañado por su maestro, juró dedicarse por completo a la causa de la independencia de Hispanoamérica: “Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro por mi patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”. Y cumplió.
Su encuentro con Bolívar
Simón Bolívar tenía once años cuando conoció a Simón Rodriguez, que ya andaba por los veintitrés.
Bolívar era el huérfano más rico de Venezuela, heredero de mansiones y plantaciones, dueño de mil esclavos negros. Su mirada del mundo cambió para siempre cuando tuvo como maestro a Simón Rodriguez. Escuchó hablar por primera vez de “libertad, igualdad y fraternidad”, del pensamiento de los filósofos franceses de la Ilustración, de la necesidad de combatir la esclavitud; y también pudo ver el nacimiento de un potrillo y los ciclos del cacao y el café, o aprender el nombre de las estrellas que veían juntos de noche. El maestro le regalaba libros, desde Robinson Crusoe a Vidas paralelas de Plutarco. En 1824, Simón Bolívar, en una carta al general Santander, recordaría a Simón Rodriguez diciendo que su maestro “enseñaba divirtiendo”. “Enseñar es enseñar a dudar”, decía.