Sus diseños de vestidos, trajes femeninos y zapatos fueron los pilares de un imperio que aún hoy permanece inamovible. Su vida inspiró obras de teatro, películas y varias biografías.
George Bryan Brummell fue considerado el árbitro de la moda en la Inglaterra del siglo XIX. Él impuso la utilización del traje para caballeros con corbata. Con el apoyo del Príncipe de Gales y una inmensa fortuna heredada, dio rienda suelta a una vocación que perfeccionó como un arte. La nobleza se rendía ante sus dictados. Su reinado sobre la moda se extendió a toda Europa. En el siglo XX su sucesión fue asumida por una mujer, Gabrielle “Coco” Chanel, quien amplió las fronteras de su imperio al mundo entero.
Tenía poco menos de 30 años, un cuerpo escuálido, casi varonil, y una manera muy personal de vestirse. Corría 1916 y el estruendo de los cañones no era el acompañamiento más auspicioso para que esa muchacha provinciana de grandes ojos negros hiciera su entrada triunfal en París, del brazo de Etienne Balzan, el más joven y rico de los dandis de aquella época. Fue el primero de una serie de tumultuosos romances que nunca concluyeron en matrimonio. Cuando el duque de Westminster le propuso matrimonio, lo rechazó diciendo: “Ha habido varias duquesas de Westminster, pero Chanel no hay más que una sola”.
Gabrielle Chanel nació en Saumur, Francia, el 19 de agosto de 1883. Fue criada en un orfanato de monjas. Esa mujer confesó: “Durante mi infancia solo ansié ser amada. Todos los días pensaba en cómo quitarme la vida, aunque, en el fondo, ya estaba muerta. Solo el orgullo me salvó”. En un mundo todavía ensombrecido por la Primera Guerra Mundial, Chanel abrió su casa de alta costura y lanzó la moda “cómoda” liberando a la mujer de todos los artificios, dándole la perfección de la sencillez. Desde el comienzo de su carrera sus cuatro colores preferidos fueron: blanco, negro, azul marino (lanzado por ella) y arena.
Consideraba a las minifaldas estúpidas y sin pudor, porque muestran rodillas que rara vez son perfectas: “Es un estilo demasiado pretencioso, agresivo y detestable. Se que actualmente una mujer puede presentarse así delante de la reina de Inglaterra o en el Vaticano, pero nadie me va a sacar de la cabeza que constituye un ultraje”.
Era partidaria de las joyas, pero solo de las falsas: “Encuentro provocativo y de mal gusto andar por cualquier parte con millones atados al cuello o a los dedos. La de las imitaciones es una industria que ha dado trabajo a mucha gente y hace que los adornos no sean poseídos únicamente por unos pocos privilegiados. El requisito básico para poder llevar una fantasía es que parezca más auténtica que las auténticas”.
Le encantaban los perfumes, solía repetir una frase de Paul Valéry: “Una mujer mal perfumada no tiene porvenir”. Creía que era una gaffe terrible en el arreglo de una mujer no perfumarse o ponerse un perfume malo: “Las mujeres con malos perfumes son ridículas; las que no los usan son simplemente pretenciosas, creen que su olor natural es mejor”.
La cabeza de un cisne negro
Chanel estaba siempre en guardia contra los peluqueros, pensaba que aun los más talentosos son nefastos: “Quieren vender cabello sin preocuparse, ni mucho ni poco, por lo que hay debajo. Por eso mis modelos están peinadas sencillamente, con su propio cabello. La mujer debe ser natural, de lo contrario se crea un fetiche innoble, sin pizca de personalidad”.
Defendía la elegancia como una forma de belleza que hay que defender a pesar del “viento de locura colectiva” que soplaba en el mundo. Sus colores, sus tejidos, su sobriedad, todo alude a la elegancia; las mujeres adoptaban sus sugerencias sabiéndolo. “De mi casa no saldrán disfrazadas de niñas, de vagabundas, de apaches o de cosmonautas. Son dignas, respetables, femeninas; mi rol consiste en hacerlas todavía más dignas, más respetables, más femeninas”, explicaba.
No negaba que la moda debiera trasformarse, pero impugnaba los excesos. Por ejemplo, fue ella quien introdujo los pantalones en el vestuario femenino, pero renegaba de que se utilizaran en todo momento y en cualquier circunstancia: “De esa exageración son responsables las boutiques. Representan algo equivalente a la Quinta Avenida de Nueva York: la vulgarización, la uniformidad. Son los tenderos de siempre: no entienden que la moda es un arte y debe encararse con rigor”, declaró.
Luego de mucho insistir, su amigo Frederick Brisson llevó la vida de Coco Chanel a un escenario. En la obra de teatro Katherine Hepburn la encarnó. La pieza fue un gran éxito. Coco Chanel estaba satisfecha: “La Hepburn, a pesar de ser tan poco elegante, estuvo maravillosa”.
Aún octogenaria seguía cortando sus vestidos sobre mannequins vivants, en el piso alto de su salón de rue Cambon, en el que conservaba un fabuloso bric a brac de jades preciosos, lacas chinas, estatuas griegas y libros rarísimos. Jean Cocteau decía que ella tenía la cabeza de un cisne negro y agregaba: “Sin ella Picasso y yo nunca hubiéramos conocido algunos de nuestros éxitos”.