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En una primera etapa llegará hasta 26 y 72.
universidadesLos rituales que acompañaron el pasaje hacia la muerte de algunos de los personajes más célebres han sido de las más diversas maneras, desde ataúdes de oro hasta fosas comunes.
01/09/2023 - 00:00hs
El fastuoso monarca Constantino el Grande, fundador de Constantinopla —que llegó a ser la ciudad más poderosa del mundo—, había sido el primer emperador romano en llevar una corona de oro ornada de perlas y diamantes. Sin embargo, pasaría a la historia por ser enterrado en un ataúd construido enteramente de oro. Se dice que Justiniano, a raíz de la envidia que le despertó semejante culto, se hizo construir en vida un ataúd todavía más deslumbrante que el que encerraba el cuerpo del fundador de la dinastía.
El día en que fue enterrado Wolfang Amadeus Mozart llovía de tal manera que los pocos amigos que deseaban acompañarlo al cementerio se vieron obligados a volverse a las puertas de la ciudad: los candidatos a la fosa común, bajo ningún concepto, podían aspirar a que sus parientes y conocidos estuviesen provistos de carruajes. El municipio simplemente les ofrecía un ataúd gratis y eso debía ser suficiente. Por lo tanto, nadie siguió a Mozart a su tumba, excepto su perro, un fiel chucho que, chapoteando por el barro y la nieve, se halló presente cuando su dueño desapareció en la sepultura de los más pobres entre los pobres.
La ciudad de Gubbio, en la provincia de Umbría, Italia, es considerada “la ciudad de la piedra” y se encuentra en la ladera del monte Ingino, inmersa en una laberíntica red de callejones. Allí, cada casa tiene dos puertas en su fachada: una sirve para que entren y salgan sus habitantes, mientras viven. La otra solo se abre para dar paso al ataúd que los lleva a la última morada y es llamada “la puerta de los muertos”. Basta con salir de sus murallas medievales para descubrir también un teatro romano, la abadía de San Secondo y la Iglesia de la Vittorina, donde se rinden la mayoría de los homenajes fúnebres. En Tanagan, un distrito montañoso en Indonesia, después de las ceremonias fúnebres propiamente dichas, se ofrece a todos los asistentes al sepelio comer arroz mojado con el agua que sirvió para rociar el cadáver. Según el ritual, con ello se asegura que los comensales asimilarán las virtudes que adornaban al difunto. Asimismo, en Shangai, de una esquina de la calle desemboca una interminable fila de bailarines acompañados de violines y címbalos; hombres que visten trajes excéntricos de vivos colores saltan y dan vueltas como trompos movidos por una alegría profunda. Los trajes abigarrados se suceden, los músicos redoblan su escándalo y toda la calle se alborota. En ese momento, surge un féretro llevado a hombros por varios culíes.
Los tibetanos, en cambio, se muestran en extremo deseosos de evitar todo género de relaciones con los difuntos. Los aldeanos, sobre todo, emplean un lenguaje sumamente conciso para despedirlos. Inmediatamente antes de sacar el cadáver de la casa, cuando se le está sirviendo la última comida, un miembro de la familia dirige una arenga que, para quien no pertenece a esa cultura, suena como una admonición: “Date bien cuenta. Ya no tienes nada que hacer aquí. Come abundantemente por última vez, tienes que emprender una larga excursión. Toma fuerzas y no vuelvas más”.
En Madagascar, en la tribu malgache, los familiares del muerto lo rocían con vino o perfume y bailan alrededor del cuerpo considerando que esa es la mejor manera de desearle al que se va el más bendecido de los viajes.
Para el tibetano, un cuerpo sin alma no es más que una envoltura, un simple objeto; cuanto antes desaparece, tanto mejor se halla el difunto. Este, envuelto en un sudario blanco, es cargado a la espalda del enterrador y transportado a cierta distancia del pueblo, depositándolo sobre una loma. Cuervos y buitres se posan sobre las copas de los árboles. Un hombre empuñando un hacha comienza a despedazar el cadáver; otro, en cuclillas, musita unas oraciones, mientras que un tercero se ocupa de espantar a las aves . Cuando por fin se termina la operación, el enterrador quiebra los huesos para que también éstos puedan desaparecer más fácilmente en los picos de los buitres. No obstante, los cadáveres de los nobles y de los grandes lamas son siempre incinerados.