Los fracasos de los que nació el cine
La industria cinematográfica tuvo muchos pioneros, todos ellos murieron lejos de la gloria, en la soledad y el olvido.
culturaFue un poeta legendario del cual se dice que Bob Dylan tomó su apellido para homenajearlo.
09/05/2023 - 00:00hs
Dylan Thomas nació, en el año 1914, en Uplands —Gales—, una ciudad marina ubicada en una región montañosa. Ya se había desencadenado la Primera Gran Guerra, y él escuchaba hablar del Frente como si se tratara de un país del cual muchos de sus vecinos no regresaban jamás. Jugaba con un rifle de madera a matar enemigos invisibles como si fueran bandadas de pájaros. Recorría la costa en busca de restos de barcos o mensajes dentro de una botella lanzada en medio de un naufragio. Se colgaba peligrosamente de los esqueléticos pilares de la escollera imaginándose en peligro de muerte. A veces jugaba a la pelota en la ribera de suave declive, entre arbustos y flores; o practicaba cricket en baldíos repletos de basura. Tomaba nota mental de todo lo que rodeaba sintiendo que su mundo interior se iba ensanchando a medida que aprendía nombres y lugares.
Todo eso terminaría cuajando en poemas inolvidables como Jorobado del Parque, dedicado a ese viejo contrahecho que veía en la infancia, sentado siempre en el mismo banco, mirando el estanque de los cisnes. Porque fue en la infancia, precisamente que sintió por primera vez hervir en su estómago los gérmenes de ese mal que, con los años, terminaría llamando poesía.
Su primer enamoramiento fue con las palabras. Lo que las palabras representaban o querían decir tenía para él una importancia secundaria; lo que le importaba era su sonido, su música secreta. Para él las palabras eran lo que pueden ser para un sordo de nacimiento que ha recuperado milagrosamente el oído: los tañidos de las campanas, los instrumentos musicales, el jugueteo de las ramas contra el vidrio de una ventana.
De adolescente deambulaba por los bares de los puertos en busca de música y mujeres. Allí empezaron sus tratos con ese demonio que terminaría llevándoselo consigo a los 39 años: el alcohol. Creía que la bebida le permitía ver ese cardumen multicolor que se movía bajo la superficie y que él intentaba apresar con la red de las palabras. Peces voladores que quedaron inmortalizados en sus versos.
“Puedo volar”, se dijo a sí mismo el día que terminó su primer poema. Aun iba a la escuela. Sintió que desplegaba sus brazos como un gran pájaro y lentamente abandonó el piso, primero unas pocas pulgadas, después ganando el aire a la altura de las ventanas del colegio, espiando, hasta que la maestra de música gritaba y el metrónomo caía al piso con un chasquido. Siguió volando sobre los árboles y chimeneas de su ciudad, sobre los astilleros, examinando los mástiles y las bocas de carga, sobre la calle de su casa y la calle de las mujeres con gorras de hombre; sobre los árboles del eterno parque donde el viento sacude las hojas, sobre el jorobado que sentado en su banco sigue mirando a los cisnes. Dylan Thomas aún no ha dejado de volar.