El extraordinario artista suizo que esculpió todas las expresiones del rostro humano y murió en la soledad y la locura.
Durante nueve años, Franz Xaver Messerschmidt se dedicó a una tarea demoníaca. Sometiéndose a tormentos corporales y psíquicos hasta obtener el gesto que estaba buscando, procedía a modelar cabezas en arcilla con sus manos. Eran cabezas calvas, de tamaño apenas mayor al de una cabeza natural, plagadas de rasgos hiperrealistas y que, aún hoy, nadie es capaz de descifrarlas completamente.
Era asombroso lo poco que la gente de Wiesensteig –una ciudad montañosa de Alemania– sabía de aquel escultor. Aislado en una cabaña perdida de su pueblo natal, luego de ser despreciado por “temperamentalmente inestable” por la corte de Viena, comenzó en 1775 a esculpir la primera de sus cabezas. En total, serían 60. El modelo de todas ellas era él mismo. Las elaboraba en estaño, porque era el material más barato de fundición; solo algunas fueron hechas en mármol o en alabastro, con material sobrante de encargos. Lo cierto es que Messerschmidt subsistía de la leche de una vaca y de la carne de unos corderos famélicos que le cuidaba el hijo de un vecino.
El propósito último del escultor era abarcar las 64 expresiones posibles del rostro humano. En el instante cósmico y preciso de la creación, muchos de ellas autorretratos, aparecían imágenes que nadie en aquella época supo ni quiso interpretar. Esas cabezas se ríen, lloran, sufren, gesticulan grotescamente, enloquecen, como si intentaran escrutar los misterios del alma humana.
Ninguna de las cabezas fue exhibida en vida del artista –jamás pudo deshacerse de ellas–, y todo lo que se sabe de él es previo a la realización de esos bustos. Estudió en la prestigiosa Academia Imperial de Viena, y tras un viaje de formación en Venecia se instaló definitivamente en la capital austríaca; empezó a recibir los primeros encargos de la corte y fue nombrado profesor titular de la Escuela de Bellas Artes. Su primera obra famosa fue un canónico retrato en bronce de la emperatriz Marie-Thérese de Hungría. Todo indicaba que la carrera de Messerschmidt era digna de un prodigio hasta que un tribunal alegó que padecía “severos problemas cerebrales”.
El escultor se dejó caer durante largos meses en su cama y sucumbió a la locura. Lo único que se le ofreció fue una humilde pensión para que se retirara y se fuera lo más lejos posible de Viena. Desde ese momento, peregrinó sin éxito por diversas cortes hasta que terminó alojado por uno de sus hermanos en aquella cabaña perdida de Wiesensteig.