Fue distinguido a nivel internacional como el mejor pintor surrealista argentino. Un hombre que hizo de su vida una fiesta de cuadros y pasiones.
Guillermo Roux comenzó su carrera de manera irreverente, sin seguir modas ni modelos. Tenía el cabello engominado, mirada seria, barba, personalidad expansiva y un amor por el riesgo que cambiaría la manera de ilustrar en Argentina. Hasta los últimos días de sus 92 años de vida, en su hermoso estudio-casa de Martínez, intentó convertir en símbolos la realidad, aferrándose a la única esencia que verdaderamente respetaba: la libertad.
Comenzó a dibujar a los 10 años. Se crio al lado de una mesa de dibujo que pertenecía a su padre, Raúl Roux, quien era un extraordinario guionista y dibujante de historietas; de hecho, había sido el primero, en medio de la gran invasión de historietas yanquis e inglesas, que comenzó a tratar temas de historia nacional. A pesar de que su intención era consagrarse como un gran pintor, un Miguel Ángel de este rincón del mundo, desde el principio tomó un rumbo alejado de la carrera artística: le atraía más rodar por las redacciones. Era la década de 1940, Guillermo Roux tenía 13 años, pero ya sabía que toda persona que ilustraba, que hacía historietas o se ganaba la vida con el dibujo en los diarios y revistas era considerado practicante de un “arte menor”, “comercializado” e indigno de ser tenido en cuenta. Esa división era tan tajante que la barrera que separaba a unos y otros se desplazaba a todos los ámbitos de la vida: “La paradoja es que las historietas terminarían entrando en un museo, como el Metropolitan de Nueva York y la Galería de Arte Moderno, y que los críticos se hayan dado cuenta ahora que no hay arte menor ni mayor, sino simplemente arte”, afirmó el dibujante. Lo cierto es que para eso tuvo que correr mucha agua debajo del puente, y una de las víctimas de esa ridícula grieta fue Guillermo Roux.
Su camino fue absolutamente individual. Salvo honrosas excepciones, nadie creía que Roux pasaría de ser un ilustrador mediocre. Era alguien que no existía, porque no pertenecía a la autoproclamada “élite de los artistas”. Se volvió un creador solitario; algo que, por otro lado, significó una ventaja porque le hizo comprender errores ajenos y desechar caminos falsos: “Yo veía que esas modas pasaban con una rapidez única y que esa élite, lejos de ser constante, era servil a las modas”. De modo que sus mayores adversarios se condicionaban constantemente a los mandatos de la época, aunque muchas veces no tuvieran nada que ver con lo que los artistas eran en sí. Cada dos o tres años cambiaban y empleaban el mismo fanatismo para negar una cosa como para probarla. Así, explicaba Roux, hubo una época en que no se podía hacer un escorzo, consistente en colocar las manos en un dibujo, en una posición ni de costado ni para abajo. Era la influencia de Bourdelle: todos los escultores apoyaban las manos derechas sobre las rodillas y las plegaban hacia abajo. Cualquiera que se atreviera a un movimiento diferente a esa posición era considerado decadente y empujado al ostracismo.
La verdadera escuela
A los 16 años, Guillermo Roux dejó el colegio secundario para ingresar al sello de historietas de Dante Quinterno, donde se publicaba, entre otras, la revista Patoruzú. Las mejores enseñanzas, las que nunca oyó de ningún pintor profesional, las aprendió en la redacción de esa publicación. En esa época, en la editorial de Quinterno convergían personajes de la talla de Eduardo Ferro, Oscar Blotta, Mariano de la Torre, Mariano Juliá, entre otros. Un grupo de artistas con grandes inquietudes intelectuales, pero irrevocablemente segregados. En ese sentido, Roux detallaba: “Yo aprendí de ellos, en la redacción, a saber lo que era la pintura. Esa fue mi verdadera escuela, la más profunda, la que hoy todavía me sirve. Mis orígenes son opuestos a la carrera de un artista, acá en el país”.
En 1956, un año después del golpe de Estado contra el gobierno de Perón de la autodenominada Revolución Libertadora, Roux partió hacia Europa por razones políticas. Fue en Roma donde definitivamente ingresó al mundo de la pintura, trabajando en el taller de Umberto Nonni como ayudante en obras de decoración y restauración. Allí descubrió el barroco y vio en la capital italiana una colosal escenografía, un conjunto infinito de espacios, de formas y perspectivas que lo conquistaron para siempre. Alguna vez le escribió a un colega: “Descubrí esa inmensa escultura que es Roma –que no se agota jamás porque en cada ángulo hay un descubrimiento– y quedé atrapado dentro de este teatro como un personaje, sin querer salirme”.