La etnia originaria que habitaba las sierras de Córdoba y San Luis batallaron heroicamente durante la conquista comandadas por un gran jefe.
Era un hombre alto y fornido, de ojos saltones color verde, barba tupida y cabello encrespado. Con el agua a la altura de las rodillas, el cacique Onga dirigía su mirada hacía el Charalqueta, un macizo de piedra arenisca de 1.575 metros cuadrados que sobresalía por su imponencia. El Charalqueta no era cualquier cerro. Además de ser uno de los más altos de ese valle, era el lugar sagrado de los comechingones, en el que llevaban a cabo muchas de sus ceremonias y desde cuya cima rendían cultos al sol y a la luna.
Onga repetía esa rutina cada mañana. Durante los veinticinco minutos que permanecía en el agua, ajeno a todo, con la vista puesta en el cerro sagrado, reflexionaba sobre las decisiones que debía tomar como responsable de la comunidad. Había llegado a sus oídos, a través de los caciques amigos Selemin y Tacama, la historia acerca de los hombres de piel blanca que conquistaron a pueblos hermanos de las regiones del norte y los esclavizaron con métodos crueles y sanguinarios.
Cuando los comechingones querían despedirse según sus preceptos, hacían caso al sonido de una rama quebrándose a la altura del ombligo. Nueve meses después subían el cerro Charalqueta y se encontraban con el chamiquero, que les preparaba una poción que los ayudaba a saltar al vacío. Si los cuerpos no aparecían, se habían integrado al todo. Las muertes cambiaron de significado en 1574, cuando los conquistadores al mando de Blas de Rosales irrumpieron en busca de oro y tierras. Los comechingones lo mataron y, otra vez rodeados, resistieron bajo el mando del cacique Onga. Escaparon a los cerros, pero los invasores subieron a caballo. La expedición del capitán Antonio Berriú "fue al castigo de los indios de Ungamira y Canumbascate que (…) se habían hecho fuertes en un peñón muy áspero y alto".
Onga se convirtió en uno de los protagonistas de una epopeya con final trágico y características excepcionales, a partir del cual se construyó una leyenda, transmitida de generación en generación por el pueblo comechingón, que hoy se ha constituido en tradición. Una leyenda única que habla del coraje de aquellos nativos que dieron su vida por sus tierras.
Por su parte, motivados por su ambición de ocupar tierras para poder extraer oro y plata y con el objetivo geopolítico de establecer enclaves urbanos que facilitaron la comunicación entre el Perú y el Atlántico, los conquistadores llevaron adelante desde comienzos del siglo XVI numerosas incursiones en los actuales territorios de Córdoba y San Luis. Ya en los primeros contactos había quedado en evidencia el rechazo de los habitantes originarios a aceptar el nuevo status quo que venían a imponer los invasores.
Los comechingones eran un pueblo pacífico. No obstante, cuando surgían conflictos entre las propias aldeas, como los sanavirones del norte, los dirimían con pequeñas escaramuzas o con enfrentamientos de mayor violencia, en los que no faltaban el arco y la flecha, las mazas y los garrotes. Un rasgo distintivo de los comechingones fue que utilizaban barba. Una singularidad que llamó la atención de los conquistadores y que quedó registrada en decenas de testimonios de la época. Cuando se produjo la invasión española, el pueblo comechingón estaba conformado por más de ochenta aldeas distribuidos en todo su extenso y rico territorio.
La masacre de Ongamira, en el norte de la provincia de Córdoba, representó un brutal ataque de los españoles al mando de Antón Berrú y Tristán de Tejeda. La operación causó la muerte de 1800 comechingones. Muchos de ellos se inmolaron junto con sus mujeres y niños arrojándose al vacío desde el macizo para no ser capturados y esclavizados. La masacre fue en represalia de la muerte de Blas de Rosales, encomendero de ese lugar.