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cienciaAbelardo Castillo es uno de los más admirados prosistas de nuestro país, su magisterio literario abarca varias generaciones, encarnando como pocos el modelo del escritor comprometido.
11/05/2023 - 00:00hs
Existen emociones tan memorables en la vida que pasamos el resto de nuestros días añorando el momento en que sucedieron. El escritor Abelardo Castillo recordaba, como una impresión inolvidable, la vez que sintió oír la melodía de un violín cuando caminaba hace muchos años con una mujer en el Rosedal. Durante largo tiempo, lo acompañó ese sonido perfecto, conmovedor, disparándole cada vez que acudía a su encuentro imágenes de aquel momento. Pero no sabía a qué obra pertenecía y vivió, no pocos años, aterrado por la idea de que se le borraría de la cabeza o nunca lo reconocería. Hasta que, por fin, un día lo oyó de nuevo en un programa musical por radio: era una sonata de violín de Bela Bartok. Como en nuestro país solo había una edición muy vieja de ella, el autor de El que tiene sed se la hizo comprar en Inglaterra. “Es como si quisiera asegurarme maniáticamente contra aquel miedo que tuve de que esa música me abandonara”, confesó alguna vez.
Los cuentos de Castillo permanecen en nosotros como testigos fieles de un instante único en nuestras vidas. Las primeras páginas de Crónica de un iniciado son de 1961; el mismo año en que su primer libro de cuentos Las otras puertas, recibiera en Cuba el Premio Casa de las Américas, otorgado por un jurado presidido por Juan Rulfo. A fines de esa década, ya tenía un borrador bastante considerable pero caótico. Dejó de escribirlo durante mucho tiempo, incluso creyó que no terminaría la novela. La retomó casi veinte años después, aunque nunca dejó de tomar apuntes. La demora en sus textos es algo conocido. No le costaba escribirlos, sino decidir cuándo había llegado la hora. Al punto de que, los dos años previos a su publicación, no hizo otra cosa que reescribirla. Durante un reportaje que le realizó el periodista Alberto Catena explicó que algún capitulo estuvo intocado, pero otros —en cambio— se habían corregido veinte veces.
Los grandes escritores se han manejado casi siempre en distintos géneros. Castillo no fue la excepción. “Es cierto que algunos escritores se mueven mejor en una modalidad que en otra —sostenía—, pero eso no debe sorprender. Para comprobar lo que digo no hay más que pensar en Unamuno o Sartre. O en los norteamericanos, en Hemingway o Faulkner, autores tanto de novelas como de cuentos”. Sin ir más lejos, el último de los autores citados decía que, en el escritor de categoría, primero estaba el poeta y luego el cuentista. En ese sentido, un novelista arquetípico como Hermann Hesse es reconocido por Siddharta, El lobo estepario o Demián, pero sus cuentos llenan cuatro volúmenes y están entre las mejores páginas que elaboró.
Pese al éxito de público y a los premios internaciones obtenidos por obras de teatro como Israfel o El otro Judas, Castillo nunca quiso considerarse dramaturgo: “Yo soy algo así como un narrador que, además, escribe teatro. Cuando se habla de dramaturgos se piensa en autores que están más cerca del teatro como espectáculo que como escritura. En Francia, hombres de teatro son Giraudoux o Anouilh y no Sartre, aunque no pocas veces las obras de este para la escena hayan sido más importantes que las de aquellos”. En esa línea, el escritor coincide con Tito Cossa cuando afirmó que los autores de teatro han sido expulsados de la literatura, pues, en Argentina, suele hablarse de la narrativa y el teatro como si fueran opuestos entre sí. “Y no es así. Todo es literatura”.
Castillo estaba convencido de que un escritor que no cruzó alguna vez el río del infierno no llegaría a ser nunca escritor. O, por lo menos, había que tener el propósito de hacer ese trayecto, como un itinerario legado por Dante Aligheri. Señala que, en estos tiempos, está de moda una literatura frívola, llamada light, que no se plantea problemas y se ve a sí misma como una estética, cuando en realidad no es más que una manifestación de la impotencia de sus cultores: “No es que se propongan escribir así, es que no pueden escribir de otra manera”. Castillo no creía en el paraíso, pero estaba seguro de que el infierno no es otra cosa que aquello que la gente no se atreve a mirar de frente.