En tiempos de una nueva conflagración mundial, vale la pena recordar a un campeón del mundo del boxeo que pagó las consecuencias de defender valientemente la paz.
En abril de 1967, el Premio Nobel de la Paz Martin Luther King llevó adelante, en San Francisco y Nueva York, manifestaciones multitudinarias contra la guerra de Vietnam. El boxeador Muhammad Ali, quien tres años antes había ganado el título mundial de los pesos pesados, apoyaba abiertamente la protesta. Pero no era un apoyo meramente retórico, el 17 de ese mismo mes, ese nieto de esclavos se negó a alistarse en el Ejército: “Bajo ninguna circunstancia llevaré el uniforme del Ejército ni viajaré 16.000 kilómetros para ir a matar a pobres gentes, únicamente para contribuir a mantener el dominio de la esclavitud de los amos blancos sobre los pueblos de color en el mundo”.
El gobierno norteamericano continuó imperturbable sus bombardeos. El 20 de abril destrozó el puerto de Haifong, en Vietnam del Norte, provocando un sinnúmero de muertes civiles. Las Naciones Unidas condenaron el ataque, y fue más allá al caracterizar la naturaleza del conflicto bélico. Su secretario general U Thant, afirmó en el recinto que “la guerra de Vietnam no es una pugna ideológica, sino la lucha de un pueblo para alcanzar su independencia”. La respuesta estadounidense no se hizo esperar, y el general Westmoreland, comandante en jefe de las fuerzas norteamericanas en Vietnam, hizo un llamamiento al Congreso de su país para intensificar el envío de hombres y armas.
Es en ese marco que Cassius Marcellus Clay –llamado Muhammad Ali desde su conversión al islam, dejando definitivamente atrás el nombre del propietario de su abuelo– se niega a participar de la guerra como soldado. La organización de boxeo profesional de Estados Unidos, considerándolo un desertor, lo sancionó suspendiéndole el título de campeón mundial. Martin Luther King tomó la defensa del boxeador perseguido: “Como dice Muhammad Ali, todos somos negros y marrones y pobres, víctimas del mismo sistema de opresión. Tenemos que seguir el ejemplo de Ali”.
La prensa norteamericana lo trataba de payaso por decir cosas como esta: “Con los impuestos que pago por cada pelea, un soldado norteamericano vive un mes matando gente en Vietnam. Con lo que pago en un año es posible construir bombas como para quemar una aldea. Con todo esto, ya soy culpable. ¿Tengo además que matar con mi propia mano?”. Cuando vino a Buenos Aires a hacer una exhibición, le declaró en una entrevista a Vicky Walsh, hija de Rodolfo Walsh: “Somos 30 millones de negros contra 170 millones de blancos; no tenemos munición ni armamento adecuados y, sin embargo, nuestra revolución sigue creciendo. Si utilizáramos la violencia, los negros no tendríamos la menor chance en los Estados Unidos, porque ni siquiera controlamos los abastecimientos. Seríamos como un toro enfurecido corriendo hacia un tren: solo quedarían su carne y su sangre sobre las vías”.
El Tribunal Federal del Distrito Sur del Estado condenó a Muhammad Ali a cinco años de prisión y a pagar una multa de miles de dólares. Luego de leída la sentencia, dijo el boxeador: “Los negros estamos presos hace 400 años . Por eso no pueden llevarme a un lugar en el que ya estoy”.
El 6 de mayo de 1968, el 5º Tribunal de Apelaciones confirmó la culpabilidad de Ali.
El final del camino
El 30 de octubre de 1974, con 32 años, Muhammad Ali enfrentó por la corona mundial a George Foreman, siete años menor que él, invicto en 40 peleas, y a quien todos daban por ganador. Su físico ya no le permitía bailar en el ring como antes. Ali le habló durante toda la pelea, lo trató de “negro antinegro”, de traidor de sus hermanos de color, lo sacó de las casillas. Foreman quemó sus energías lanzando ciegos golpes al aire. Finalmente, Ali lo derrumbó a sus pies de un derechazo al final del octavo round. El combate fue en Zaire y duró 24 minutos. Como dijo Osvaldo Soriano: “Había dos negros sobre el ring, pero solo uno luchaba por algo más que 5 millones de dólares. Para Ali era el fin de un largo camino de humillaciones”.
El campeón mundial fue mucho más que un objetor de conciencia, se convirtió en un emblema contra esa peste traída por la codicia humana que mata con la misma ceguera que los huracanes: la guerra. El ejemplo de alguien que prefirió la cárcel antes que matar a otro ser humano.