Nació en el mismo barrio en el que vivió Carlos Gardel. Fue uno de los cantores que contribuyó para que el tango tuviera su época dorada.
Nació en el barrio de Abasto un día de Reyes, el 6 de enero de 1922, aunque, como solía ocurrir en ese entonces, lo anotaron dos días después. Pasó su infancia en una casa de Agüero y Celaya, a metros de la de Carlos Gardel. Su padre, Lorenzo Rufino, era un matarife del Abasto, que tenía devoción por el Morocho y acostumbraba guitarrear entonando los temas gardelianos: “Buen tipo, mi viejo. Falleció joven, a los 43. Un día, al regresar del mercado con mi madre, lo encontramos sin vida. Un ataque cardíaco”, contó el cantante.
Le gustaba jugar al fútbol, también boxeaba; a veces combinaba ambas cosas cuando los partidos se ponían “chivos”. “Entre chicos era el modo más común de dirimir un pleito y de alguna manera, sino muy ortodoxa, era prácticamente una forma de boxeo”, recordaba. Pero además de los deportes callejeros, su infancia estuvo signada por la música. “En materia de géneros musicales viví la influencia de la lírica, cosa que era bastante acostumbrada en muchos hogares de aquella época. Si se entiende desde una inmigración con alto porcentaje itálico, no es difícil entender que la ópera estuviese por entonces muy difundida”, comentó el artista. Su hermano, Carlos, cantaba en el coro del Teatro Colón: “En cuanto a mí, en la escuela me tocó en suerte tener como profesor de música a Bontán Biancardi que era, justamente, el director de ese coro”, explicó. En las fiestas familiares Roberto Rufino cantaba obras del repertorio lírico, canzonettas populares que humedecían los ojos de los inmigrantes del barrio.
Cuando tenía 14 años, el tango llegó a su vida. Aún vestía pantalones cortos y cursaba el colegio secundario. Una salida furtiva con amigos lo llevó hasta un sótano en una esquina de la calle Cabrera. “El lugar tenía un tablado donde habían colocado un micrófono conectado a un parlante, que colgaba del techo. Canté a capella un tango de ese tiempo. Esa fue mi iniciación en el género”, rememoró Rufino.
En 1936 se lanzó a un profesionalismo precoz. Comenzó a cantar en uno de los “templos” de la calle Corrientes: el Marabú, un cabarét que funcionaba en un subsuelo. Allí, Anibal Troilo y Francisco Fiorentino escucharon a ese pibe de pantalón corto que se afirmaba en los pasajes dífíciles de Alma de bohemio. De inmediato, Fiore se convirtió en un hincha incondicional de Rufino, apoyando su contratación. Pero Troilo lo veía muy chico y temía que se pegara tempranamente los vicios propios de la vida nocturna.
Pero ese chico ya estaba decidido. Pidió que le tomaran una prueba en el local Moulin Rouge y de inmediato fue adoptado como cantor por la orquesta de un pianista bahiense, que empezaba a gozar de popularidad: Carlos Di Sarli. Así debutó en la profesión cantando “a todo palco”. Di Sarli le encargó a Rufino su primer traje en “Los 49 Auténticos”, la famosa tienda de Buenos Aires: “Así dejé los cortos y empecé a vestirme de hombre”, comentó Roberto. Los casi cuatro años con Di Sarlo definieron su carrera, iniciando una tournée por numerosos conjuntos de valía: Fresedo, D´Agostino, Francini-Pontier y Troilo.
“El mejor cantor del mundo”
Su primera gira fue a los 19 años de edad. “Fuimos a Chile y actuamos en el Maracaibo de Santiago, con bastante éxito. A ese país volvería unas 15 veces, siempre con buena suerte”, recordaba Roberto.
Uno de sus fans chilenos era Pablo Neruda, quien al final de un concierto se acercó al camarín de Rufino para regalarle un ejemplar dedicado de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Pero su mayor éxito en América ocurrió en Perú. “Viajé en 1980. Cuando llegué, me estaban esperando las cámaras de televisión en el aeropuerto. Transmitieron desde el primer momento de mi arribo hasta mi llegada al Hotel Crillón, donde años atrás se alojara el general Perón”, explicó.
Hacia 1960, volvería a encontrarse con Troilo, en su casa. “Me llamó una tarde y fui a verlo. Conversamos. Me pasó media docena de temas. Recuerdo que arranqué con Farolito de papel. Volví a causarle una buena impresión al Gordo, pero fundamentalmente a la mamá, que cambió miradas con él, aprobando repetidas veces con la cabeza”.
Durante cuatro años actuaron juntos. Cantó en una formación de cuarteto creado por Pichuco y en el que también descollaba el que quizá sea el mayor guitarrista de la historia del tango, Roberto Grela.
Una noche, Pichuco, visiblemente emocionado por lo que el muchacho del Abasto daba de sí mismo, confió a su representante, Arturo de la Torre: “Es el mejor cantor del mundo”.