El boxeo es un deporte nacido en la antigüedad clásica que fue cambiando mucho a lo largo de los años, dejando en su evolución numerosas anécdotas curiosas.
A pesar de que muchos le atribuyeron al boxeo un origen inglés, el pugilato constituía entre los helenos de la Edad Clásica uno de los principales atractivos de todos los concursos atléticos. Sus orígenes legendarios no cedían en celebridad y alcurnia a los de otros juegos. Según Píndaro, uno de los más celebres poetas de la Grecia Antigua, se debe a Teseo su introducción en las palestras. Incluso, el divino Hércules lo aprendió de Autólico, hijo del dios Hermes. De modo que, pese a su indiscutible brutalidad, el boxeo posee una ascendencia ilustre.
El dióscuro Pólux y el rey de los bébrices, Ámico, ventilaron sus diferencias en la fábula de argonautas a fuerza de puños. Como ocurre en la actualidad, el púgil profesional griego y romano era glorificado por sus coetáneos; las luchas se consideraban, generalmente, el número principal de toda fiesta atlética, y hasta la ciencia médica le daba su sanción aprobatoria, afirmando que el pugilato era eficaz contra los mareos y jaquecas. No obstante, sería difícil convencer a un boxeador moderno que un uppercut, un cross, un jab de esos que deciden con un knock out cualquier contienda, dejando fuera de combate al adversario, es una verdadera panacea para el dolor de estómago o para una cefalea pertinaz.
El 6 de junio de 1727 se celebró en Londres un inolvidable campeonato mundial. James Figg luchó contra Ned Sutton, consiguiendo la victoria. Figg no era solo pugilista sino que también se distinguía en el manejo del bastón y de daga, artes que enseñaba a los aristócratas para que pudieran defenderse contra los maleantes. Se boxeaba entonces con los puños desnudos y, como es fácil de imaginar, la técnica estaba en pañales, pudiéndose afirmar que aun cuando Figg y sus seguidores le bautizaron con el nombre de “ciencia”, se trataba de una serie de trucos que hoy incluso los principiantes considerarían inocentes. Lo cierto es que Figg sería recordado por obtener el primer título de campeón mundial de boxeo.
Hasta 1838, cuando se impusieron las London Prize Ring Rules, no suponía una violación que un boxeador agarrase a su antagonista de los cabellos. De ahí que muchos de los profesionales tomasen la precaución de cortarse el pelo al rape para evitar maniobras de esa naturaleza. Estas reglas fueron escritas por el campeón británico Jack Broughton, luego de que matara a un contrincante, George Stevenson, en 1741. Broughton escribió originalmente siete reglas, que después fueron ampliadas a veintinueve.
Con motivo de la coronación de Jorge IV de Inglaterra en julio de 1821, las autoridades de Londres solicitaron la cooperación de John Jackson, antiguo boxeador y campeón inglés, para que, al frente de algunos profesionales de dicho deporte, contribuyeran al mantenimiento del orden. La reputación que seguía conservando Jackson y también la de los notables luchadores de que se rodeó para cumplir el cometido fueron suficientes para que la ceremonia se desarrollase sin el menor incidente.
Jim Braddock no puede ser considerado como una de las grandes figuras del boxeo, pero su carrera es, sin dudas, unas de las más extraordinarias del ring. Nacido en 1905, en un ruidoso suburbio de Nueva York, buscó con el boxeo combatir la miseria que lo rodeaba. Sus comienzos no fueron felices y, después de haberse roto la muñeca con Abbe Feldman, decidió retirarse de los cuadriláteros. Entonces se puso a trabajar en los muelles y la pobreza volvió a respirarle en la nuca, con el agravante de que ahora tenía una mujer y tres niños. Requerido por un organizador de combates y apremiado por su humillante situación económica, Braddock decidió calzarse los guantes nuevamente y aquí viene lo inverosímil: en el transcurso de un año, el cargador de los muelles alcanzó el título de campeón de pesos pesados. Algunos años más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió a su patria como capitán de una unidad de transporte.
En 1967, el campeón mundial de los pesos pesados, Mohammed Alí rehusó ir a combatir en la guerra de Vietnam, y se declaró objetor de conciencia por razones religiosas. La respuesta del Estado fue severa: se le retiró el título, la prensa oficialista le atacó duramente, tachándole de cobarde, y la Justicia lo condenó a cinco años de prisión.