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Vivir para filmar

Alain Resnais dirigió películas cruciales como Noche y niebla e Hiroshima mon amour, en una trayectoria llena de anécdotas curiosas.

Interés General

02/03/2025 - 00:00hs

Poco antes de morir, había presentado en el Festival de Berlín, su película Amar, beber y cantar, a los 91 años. La protagonista del film era su segunda esposa, Sabine Azéma, un matrimonio que se prolongó durante dieciséis años, hasta que Alain Resnais murió.

Era un hombre de salud frágil, aquejado de asma y las secuelas de una tuberculosis no detectada a tiempo. Nació en Vannes, el 3 de junio de 1922, era hijo de un farmacéutico. A los 12 años, Alain Resnais filmó sus primeros cortos con una cámara Kodak de 8mm que el padre le regalara para su cumpleaños. Lo primero que hizo fue una versión de Fantomas de tres minutos. Estudió cine, pero nunca llegó a terminar la carrera.

De regreso del servicio militar —que le tocó hacer en los años de la ocupación nazi—, rodó dos nuevos cortometrajes, Boceto de una identificación y Abierto por inventario, donde ya reflexionaba sobre el horror del que es capaz el ser humano, que tendrá un desarrollo más profundo en su primer largometraje Hiroshima mon amour, basado en el libro de Marguerite Duras. Otro de sus cortometrajes, Van Gogh, ganó el Óscar en 1948.

Siempre se consideró un hombre de izquierda. En 1953 fue uno de los responsables de Las estatuas también mueren, un documental sobre el colonialismo que recién pudo exhibirse cuando acabó la ocupación francesa de Argelia. La película se abre con una frase cruza de graffiti y poema: “Cuando los hombres mueren, se vuelven historia. Cuando las estatuas mueren, se vuelven arte. Esta botánica de la muerte es lo que llamamos cultura”.

Dos años más tarde, estrenó Noche y niebla, película en la que se interna en el escabroso recuerdo del Holocausto. Según François Truffaut, es “la más grande película jamás hecha”. Por su parte, el crítico estadounidense Phillip Lopate afirmó que se trata de “tal vez la más estéticamente sofisticada y éticamente irreprochable” de las películas sobre el tema.

En 1959 llegaría su obra maestra. La historia de amor entre la actriz francesa y el arquitecto japonés, atrapados en la herida de una guerra sin cicatrizar. Hiroshima mon amour es una de las películas decisivas de la segunda mitad del siglo veinte. Para algunos críticos, el nacimiento oficial del cine moderno. Un film que combina magistralmente la ficción y la realidad, creando un territorio difuso que produce en el espectador un efecto de devastación. La película fue nominada al Óscar y significó para su director la Palma de Oro en el Festival de Cannes.

Una resonancia no menor tuvo su siguiente largometraje, Marienbad, que obtuvo el León de Oro en el Festival de Venecia. Una historia fantasmal de amores perdidos y reencontrados, donde el pasado y el futuro se entrecruzan. En la década del setenta estrenaría El caso Stavisky, con Jean-Paul Belmondo, en el que narra un escándalo político y financiero —con guion de Jorge Semprún—, y Providence, con John Gielgud y Dirk Bogarde, una película medularmente filosófica en la que reflexiona sobre el paso del tiempo y las acechanzas de la muerte a partir de algunos apuntes biográficos del escritor H. P. Lovecraft.

Una característica de la última etapa de su filmografía es cierto aligeramiento en los temas y un mayor acercamiento a la popular. En esa línea podemos hilvanar títulos como Smoking/No Smoking, Conozco la canción y Corazones, donde se lo ve jugar con el cine como si se tratara de un mecano.

No aspiraba a imitar la realidad, sino intentar todas las posibilidades de lo imaginario. Se hubiera alegrado mucho que se considerara a sus películas documentales de la imaginación. Buscaba crear recuerdos, emociones, imágenes en la cabeza de los espectadores. Magritte decía: “Para qué pintar lo real, la pintura sirve para fijar imágenes que no están en la vida diaria”. Alain Resnais hubiera podido decir lo mismo.

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