Al Gobierno nacional se le queman los papeles y los temas del día a día lo exceden. Muchos peronistas de la vieja guardia y muchos sindicalistas combativos insisten en que Alberto parece un alfonsinista y que, si sigue así, puede terminar mal.
Cuando uno habla en privado con una parte importante de los miembros del Gobierno, se entera de algunas cosas interesantes. Es ahí cuando aparece un diagnóstico sincero: cuando no están las cámaras ni los micrófonos ni los Zoom encendidos. Es ahí cuando admiten que las cosas no van nada bien:
Que al Gobierno se le quemaron los papeles en la lucha contra el coronavirus.
Que la bomba de la pobreza es inmensa, única.
Que el Gobierno parece ingenuo frente al tamaño de sus enemigos.
Que fue un error garrafal haber perdido la calle frente a los banderazos opositores.
Que no se puede seguir esperando para encontrar soluciones.
Que los incendios que afectaron esta semana a 14 provincias son un símbolo incómodo.
Que hace falta un golpe de timón urgente.
Una de las primeras cosas que marcan quienes están en la periferia de la toma de decisiones, no en el grupo más cerrado del albertismo, es que el Presidente concentra demasiado el día a día de la gestión. Va un ejemplo.
El detalle de las discusiones por los recortes a la coparticipación de la Ciudad de Buenos Aires, como es lógico, lo venían llevando los respectivos jefes de Gabinete, Santiago Cafiero y Felipe Miguel. Sin embargo, en esas discusiones, Cafiero no definió casi nada. La mayoría de las respuestas eran: “Dejame que le consulto a Alberto”. Así, llegó la reunión entre el Presidente y su “amigo” Horacio Rodríguez Larreta, y ellos terminaron discutiendo casi a los gritos, desgastando una relación que debe ser preservada. Para evitar que pasen estas cosas es que están las líneas inferiores. Los presidentes rara vez discuten entre sí; para eso están los cancilleres.
Este mismo sistema de concentración de decisiones llevó al Presidente a entreverarse en una negociación con referentes rurales para que liquidaran las exportaciones. Y fracasó. Al otro día de las medidas anunciadas para frenar la sangría, las reservas del Banco Central volvieron a bajar fuerte.
Muchos peronistas de la vieja guardia y muchos sindicalistas combativos insisten en que Alberto parece un alfonsinista y que, si sigue así, puede terminar mal. No entienden por qué insiste en dialogar con los abiertos enemigos, con los que no le dan bola y así ganan tiempo y lo desgastan.
La concentración de las decisiones, entonces, es uno de los problemas. La ingenuidad, el otro.
Para dejar atrás la AFI macrista, que espió y persiguió a propios y extraños, la AFI albertista se ha convertido en una ONG que no se sabe a qué se dedica o que, en todo caso, no avisó al Presidente de ninguna de las piedras que se le aparecieron en el camino: ni la huelga de la Bonaerense, ni el per saltum de la Corte Suprema. Al viejo Stiuso esto no le hubiera pasado nunca.
Muchos de los aliados y miembros del Gobierno hablan de una operación de “acoso y derribo”, pero no la registran. O, por lo menos, no hacen nada interesante.
El primer round fuerte está a la vuelta de la esquina. Salvo un milagro de último momento o una negociación que nadie está llevando a cabo, el Gobierno marcha rumbo a un conflicto de poderes, y Comodoro Py ha vuelto a jugar a fondo. Vean si no.
Frente a la embestida de la Corte, la ministra de Justicia,
Marcela Losardo, habló poco, casi como para cumplir y ya. En cambio, el viceministro Juan Martín Mena fue más crítico.
Después de eso, casi como teledirigido, el fiscal Taiano revivió la causa Nisman y mandó a investigar a 85 agentes que estaban bajo la órbita de Mena cuando fue número 2 de la AFI. Y lo que es peor: Mena se tuvo que enterar por los diarios porque desde la AFI nadie le avisó nada.
Este es entonces un gobierno débil con demasiados adversarios poderosos que, además, no asume, no sincera, la gravedad de la crisis.
El estrangulamiento de las reservas le pone por delante la sombra de un golpe de mercado. Sin embargo, insiste en responder con pequeñas medidas técnicas, en lugar de denunciar a los que hacen disparar el dólar y explicar clarito a la población que el horno no está para bollos e impedir, por ejemplo, que las casas se vendan en dólares y hacer que se vendan en pesos o en UVA.
Otro de los temas que llaman la atención es que los funcionarios casi no dan la cara. No hablan. Este es un gobierno con pocos voceros, y todo termina en un cada vez más silencioso Presidente.
Los adversarios huelen su debilidad. Y lo ven metido en una encerrona dramática que lleva a una tormenta perfecta.
Es un peronismo pobre, que no puede redistribuir, pero que tampoco sabe cómo generar riqueza ni mejorar los bolsillos de la gente que lo votó.
Es un peronismo que ha perdido la calle por hacerse el coherente. Un 17 de octubre virtual es una burla para los viejos peronistas. Muchos de ellos, incluso, no quieren saber nada con Alberto al frente del PJ nacional.
Alberto compró la idea de un 17 de octubre sin gente en la calle que le ofreció el líder de los “gordos”, Rodolfo Daer, un dirigente que se jacta de su diálogo con la AEA, la entidad que más está contra el Gobierno. Del otro lado, dirigentes como Hugo Moyano y Sergio Palazzo quieren volver a la calle porque huelen algo raro en este peronismo descafeinado.
Y encima está la pandemia.
El sistema médico está aguantando, pero los contagios, inexplicablemente, no bajan y acercan a la Argentina a los casos preocupantes de América Latina.
Y además están los incendios, claro. Ojalá no sean un vaticinio de lo que está por venir.