Una tendencia que crece: los libros son cada vez más cortos
“Me gustan los textos breves muy trabajados, donde la forma siempre está en primer plano” dice Marina Yuszczuk.
Considerada una poeta maldita, se suicidó en Buenos Aires en 1972. Su obra está en los programas de estudio de muchas universidades del mundo
15/06/2022 - 00:00hs
Un ahorcado se balancea en el árbol marcado por la luz lila / Hasta que logró deslizarse fuera de mi sueño y entrar a mi cuarto, por la ventana, en complicidad con el viento de la medianoche”, escribió Alejandra Pizarnik en Cuentos de invierno, un poema tan bello y lúgubre como su vida. Se suicidó cuando apenas tenía 36 años, volviendo a su figura aún más legendaria. Sin embargo, su legado logró vencer las trampas del olvido y erigirla como una de las mayores influencias literarias de los creadores de nuestro país hasta el día de hoy.
La escritora Mariana Enríquez, quien escribió un perfil biográfico sobre Pizarnik, ha hecho pública su admiración por la autora de Árbol de Diana: “Yo adoro a Alejandra, es una de mis referentes, y eso que no soy poeta. Sus obsesiones, su noche, sus miedos, sus lecturas, el fanatismo con que la leí en la adolescencia, el asombro con que la reencontré de grande”. Asimismo, reflexionó lúcidamente sobre su muerte precoz, subrayando la identificación de la poeta con la idea de eterna juventud, vinculada con su deseo de ser una niña para siempre: “Para mantenerse pura y niña, Alejandra debía morir, real o metafóricamente, porque era imposible mantener esa infancia prolongada”, sostiene Enríquez.
Nunca fue una mujer convencional. Algunos biógrafos la tildaron de poeta surrealista de suburbio industrial que soñaba con París. Y no fue porque esa ciudad no haya sido lugar de terribles sufrimientos, sino porque su memoria se las ingeniaba para borrar los momentos horribles y aferrarse solo a lo bueno vivido. Alejandra Pizarnik nació el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, provincia de Buenos Aires. Sus padres, un matrimonio de judíos de origen polaco, arribaron a nuestro país donde tuvieron primero a su hija Myriam y dos años después a Alejandra. Al poco tiempo de arribar a nuestras tierras, se enteraron de que los nazis habían aniquilado a sus familias.
Como si su vida no tuviera otro propósito que armar un rompecabezas con piezas de distintas cajas, a los 19 años, Alejandra hablaba con acento europeo, leía sin parar y había empezado a estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires. En ese momento publicó su primer libro de poesía, La tierra ajena, cuyo epígrafe dice: “¡Ah! El infinito egoísmo de la adolescencia”, que algunos señalan que dio con dos claves que marcarían toda su obra posterior: el autor de la cita era Arthur Rimbaud, otro poeta maldito que, como ella, murió muy joven; y la adolescencia, que sería la etapa a la que se aferraría para siempre.
En 1960 cumplió el sueño de irse a París, donde pasó hambre, pero también escribió y conoció a escritores de la talla de Octavio Paz, Aurora Bernárdez y Julio Cortázar. Fueron cuatro años donde para ganarse la vida trabajó como traductora, publicó en revistas literarias, incluso tomó clases en la Sorbona. Allí escribió Los trabajos y las noches, donde se manifestó con mayor claridad que nunca esa poeta de voz lúcida y dolorida. No obstante, algunos años después, cuando le tocó regresar a la ciudad, le escribió en una carta a su amiga Ivonne Bordelois: “Por mi parte encontré en París algo que me horrorizó: una suerte de americanización –traducida al francés, desde luego– que no me hizo daño, pero me dolió que en el Flore, par ex., allí donde veía a Bataille, a Ernst, a Claude Mauriac, a Jean Arp, etc., etc., no vi sino jovenzuelos de rostros desiertos con pantalones de gamuza y el uniforme erótico-perverso del hippie de luxe. Lo mismo en Les Deux Magots, e inclusive en el café de la Mairie (St. Sulpice), a donde iban Bonnefoy, Du Bouchet y pintores jóvenes. No me lamento por la desaparición de los cafés literarios, pero hay que confesar qué lindo era llegar al Flore y mirarse a los ojos con Bataille, con M. Leiris, con Beckett, con R. Blin, con L. Terzieff, con Simonetta, con Jean-Paul y con el flaco Abel que aún espera”.
El historiador Felipe Pigna sostiene que el hecho de haber sido una artista precoz y haberse suicidado joven fueron condimentos esenciales para la construcción de un mito. Pero que ella era muy de carne y lágrimas, y su poesía nunca dejó de ser algo tremendamente vivo como para confinarla al mármol de las estatuas.