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Almafuerte, el poeta platense de los humillados y ofendidos

Pedro Bonifacio Palacios nació en San Justo, pero el largo tiempo que vivió en La Plata hizo que su nombre quedara ligado para siempre a nuestra ciudad.

Nació el 13 de mayo de 1854, año en que asumió el primer presidente de la por entonces Confederación Argentina, Justo José de Urquiza. Tuvo una infancia signada por el dolor: un padre que lo abandonó, una madre que se murió siendo él muy pequeño. Fue vorazmente autodidacta. Con solo 16 años, dirigió una escuela en Chacabuco. También dio clases en Salto y en Mercedes. Fue destituido, acusado de no tener título habilitante para ejercer la docencia. La causa real de la cesantía, se sospecha, fue desnudar en sus poemas lo que veía: “El mundo miserable es un estrado / donde todo es estólido y fingido / donde cada anfitrión guarda escondido / su verdadero ser, tras el tocado”.

Jorge Luis Borges dijo que le fue revelada la poesía escuchando a Evaristo Carriego recitar un poema de Almafuerte. Al oír esos versos, descubrió una música, una pasión, un sueño. Según Borges, Almafuerte muestra las rendijas del suburbio por donde se cuelan la desesperación, el desquicio humano, la oscuridad, el sufrimiento.

Tenía 33 años cuando se radicó en La Plata. Vivió en calle 66 n° 530, entre 5 y 6. En esa casona de principios del siglo pasado –declarada Monumento Histórico de la Ciudad, de la Provincia y de la Nación, en 1961– funciona ahora un museo donde se exhiben manuscritos, fotografías, dibujos, libros, periódicos, escritos, muebles y elementos personales como bastones, anteojos y discos de Gardel.

Trabajó en la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires. Según Ramón Tarruella, en su despacho en la Legislatura –“Un escritorio amplio, unos pisos de madera que siempre se mostraban brillosos, una silla alta y tapizada. La luz ingresaba por una ventana alta y rectangular que daba a la calle 51”– escribió su “Letanía a Jesús”, que comienza diciendo: “Jesús de Galilea / para mí no eres Dios; / eres solo una idea /de la que marcho en pos”.

También trabajó en la Dirección General de Estadísticas, y en el Correo. Todos sus cargos públicos fueron fugaces, no era un hombre fácil de arrear. Mayor continuidad tuvo su tarea como periodista, fundamentalmente en el diario El Pueblo.

Vivió en una gran austeridad, “pobreza” podría decirse, si no fuera una palabra que se da de bruces con alguien que fue capaz de suscitar tantas riquezas a la vida. En el fondo de la propiedad aún se puede ver el horno de barro donde cocinaba el pan que compartía con los niños que iban a visitarlo, a algunos de los cuales les enseñó a leer: “Todo lo que yo sé y que pudiera serles útil lo desparramé sobre aquellas cabezas a plenas manos”.

Toda su vida se sintió parte de los humillados y ofendidos, defendió decididamente a los más humildes, “la chusma de mis amores”, decía con una expresión que prefigura a “mis queridos grasitas” de Eva Perón. El escritor Manuel Gálvez, en una semblanza de Almafuerte que escribió para la revista Caras y Caretas en 1933, dijo: “Daba sus sueldos y hasta su ropa y sus cobijas a los pobres. Una noche de invierno, cuando era maestro en una escuela de la provincia de Buenos Aires, había tenido que envolverse, para dormir, con la bandera argentina de la escuelita; y así lo encontraron a la mañana siguiente, aterido de frío...”.

Algunos lo acusaron de estar loco. Otros, como Rubén Darío, lo celebraron: “En efecto: dicen que es un hombre que huye de las exhibiciones, del trato de las gentes, de las mascaradas elegantes y de los círculos melosos. Que no ocupa un puesto digno de su talento, porque sufre la anquilosía moral que le impide inclinar el espinazo delante de nadie; que se ha aislado, enemigo de las hipocresías ciudadanas; que se ha dedicado al cultivo intelectual de los niños, es maestro de una escuela de tierra adentro; que es de carácter bravío y muy acerado; que adora sus ideales con un hondo fervor; que ama a los pobres y a los pequeños, y que tiene la fe de su fuerza y el orgullo viril de su talento. No hay duda: ¡loco, loco de remate!”.

Al final de su vida, el Congreso Nacional le otorgó una pensión vitalicia para que se pudiera dedicar de lleno a su actividad como poeta. Reconocimiento tardío: al poco tiempo, sumido en una profunda depresión, murió. Tenía 62 años.

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