Jaime Dávalos: alfarero de palabras
Un cantor y poeta salteño que dejó algunas de las canciones más conocidas de nuestra música folklórica.
El autor de “Setenta balcones y ninguna flor”, trabajó como médico en La Plata, ciudad a la que dedicó uno de sus poemas.
02/03/2021 - 00:00hs
Nació en la ciudad de Buenos Aires el 15 de noviembre de 1886, en el barrio de San Telmo, con el nombre de Baldomero Eugenio Otto Fernández Moreno. Pasó la niñez en España, era hijo de españoles. A los 16 años volvió a Argentina y estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires, al que le dedicaría uno de sus primeros poemas. Influido por un tío médico, con 17 años ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires.
Ya recibido se estableció en la ciudad de Chascomús, donde abrió un consultorio: “Voy con mi corazón de médico poeta/ dejando una palabra de amor y una receta”. Allí conoció a quien sería el amor de su vida, la “Negrita” de sus poemas: Dalmira del Carmen López de Osornio. En 1912 se instaló en Catriló, provincia de La Pampa, donde terminó de escribir los poemas del que sería su primer libro Las iniciales del misal, dedicado a Rubén Darío. Siguió con sus tareas de médico rural en Huanguelen, cuyo Centro Cultural y Biblioteca Pública llevan el nombre del poeta. La poesía fue su refugio en esos años económicamente difíciles.
A los 38 años, tomó una decisión que cambió completamente su vida: dejó la Medicina para dedicarse a la poesía a tiempo completo. Alguna vez, el escritor Mario Benedetti dijo que un domingo sentado en una plaza, leyendo a Baldomero Fernández Moreno descubrió su vocación de poeta. “La originalidad de Fernández Moreno está en la calidad de su mirada y en la sencillez con que transmite ese resultado visual”, señaló después.
Dijo el crítico Roberto Giusti que con Fernández Moreno Buenos Aires encontró su poeta, quien le cantó desde las entrañas mismas de la ciudad al hombre diluido en la multitud, sus calles, sus plazas, sus casas, sus árboles, sus cafés: “ Con un polvo de estrellas en las ruedas/ y en la punta del trole una estrellita”. La ciudad parece haber sido vista para siempre por ese poeta que se enorgullecía de su condición de caminante. Dijo Jorge Luis Borges en la revista El Hogar: “Había ejecutado un acto que siempre es asombroso y que en 1915 era insólito. Un acto que con todo rigor etimológico podemos calificar de revolucionario. Lo diré sin más dilaciones: Fernández Moreno había mirado a su alrededor”.
De esos andares y de su profunda capacidad de observación, nació su más célebre soneto, inspirado en un edificio de Paseo de Julio –actual Avenida del Libertador-, cerca de la Avenida Callao: Setenta balcones y ninguna flor. Los balcones, uno a uno, fueron “contados en una noche espumosa, junto con el poeta español Pedro Herreros, desde un banco de piedra”.
La poesía de Baldomero Fernández Moreno fue calificada –o descalificada- como sencillista, por su llaneza, su estilo directo, sin artificios ni pretensiones formales; por su voluntad de desacralizar los temas poéticos desde una mirada sutil. En 1938 fue reconocido con el Primer Premio Nacional de Poesía e integró como académico de número la Academia Argentina de Letras.
En 1906, cuando todavía ejercía la profesión de médico, se desempeñó en la Asistencia Pública en La Plata. Recordaba: “Los pedidos de auxilio menudeaban y había que saltar de pronto al pescante de la ambulancia”. Nuestra ciudad tocó las fibras de su sensibilidad y entró en su poesía impregnándola con su perfume de tilos, tal como lo escribió en este poema:
“Tilos, tilos, tilos,
de la calle 7.
Universos de hojas,
ramazones tenues.
El sol os ataca
pero se detiene.
La luna, la luna,
hace lo que puede:
llega, os acaricia,
recoge su veste.
Os miró Ameghino,
os rozó Almafuerte.
Bajo vuestro verde
es todo celeste:
vender loterías,
besar una frente.
Mientras todos giran”