cultura

Benito Lynch, el escritor olvidado de La Plata

Fue quizá el más grande novelista de nuestra ciudad: el gaucho y la llanura son los personajes principales de sus obras.

Interés General

29/12/2020 - 00:00hs

Abelardo Castillo se preguntaba: “¿Quién recuerda hoy que Benito Lynch era uno de los más grandes escritores argentinos?”. Podríamos agregar otra pregunta: ¿cuántos platenses saben que Benito Lynch es más que un nombre del colegio que está en calle 13 y 42?

Vivía en diagonal 77 entre calle 8 y 43, en una de las primeras casas construidas en la ciudad, con un amplio jardín al frente, verjas altas y de hierro. En la plazoleta que lleva su nombre hay un jacarandá que él se encargó de cuidar a lo largo de los años.

Había nacido en Buenos Aires el 25 de julio de 1880, provenía de una familia irlandesa adinerada que tenía una estancia –“El Deseado”– en Bolívar, en donde vivió hasta los diez años. Su padre, también llamado Benito, había sido legislador provincial, director del Zoológico e intendente de nuestra ciudad.

En 1890 se radicó con su familia en La Plata. Trajo consigo las nostalgias del cielo abierto y el horizonte ilimitado del campo, que lo marcaron profundamente: el gaucho es el personaje esencial de sus obras, y la llanura, el escenario principal. En sus años en Bolívar, le gustaba juntarse con los peones en la cocina a escuchar sus historias y aprender sus modismos. Hizo toda la secundaria en el Colegio Nacional. En el club Regatas practicó remo. Se ejercitó en boxeo y es­grima en el club Gimnasia, le gustaba mucho el fútbol y llegó a ser puntero derecho del equipo de esa institución, de la que, an­dan­do los años, también sería dirigente.

Desde 1903 a 1941 publicó 34 cuentos, 6 novelas y alrededor de 115 relatos. Los caranchos de la Florida –libro que escribió en tres meses y tuvo guardado durante cuatro años–, que publicó cuando tenía 36, y El inglés de los güesos –aparecida seis años después– lo consagraron como novelista. Ambas obras serían llevadas al cine, al teatro y a la televisión. Pero su libro más celebrado fue una recopilación de cuentos, De los campos porteños. Horacio Quiroga le escribió una carta, en la que le dice: “Vaya mi homenaje a su talento, con la seguridad en mí de que si algún día hemos de tener un gran novelista, ese va a ser usted”.

Manuel Gálvez hizo la siguiente descripción de Lynch: “Benito era alto, flaco, todo huesos y ángulos. Rostro largo y con alguna arruga, nariz corva, facciones finas, expresión viva. Buen mozo. Tipo muy viril. Ojos grandes, de mirada cordial y un tanto pícara. Tenía en su figura algo de quijotesco: luengos brazos, aire de hidalgo, cuerpo erguido, rostro enjuto. Me recibió muy sonriente y con los brazos abiertos. No era, sin embargo, expansivo: en esto, como en todo, tenía el sentido de la medida”.

Con el golpe de estado de Uriburu se creó la Asociación Argentina de Letras, y se le ofreció ocupar un sillón. En 1938, la Universidad Nacional de La Plata le confirió el título de doctor honoris causa. No fue a recibir el diploma, indiferente como lo era ante las glorias mundanas y el dinero –se negaba a cobrar derechos por la traducción de sus libros–. Se dedicaba a releer los clásicos, a escribir una novela, Patricia, y a muy pocas salidas: el cine y el Jockey Club a tomar té con limón y seguir leyendo.

En los años en que Héctor Tizón estudió Derecho en nuestra ciudad, solía ir a conversar con Benito Lynch. Se sentaban en el patio interno, en sillas de mimbre. Eran visitas breves, porque Don Benito ya estaba muy viejo y escuchaba poco.

Los últimos quince años de su vida los vivió en un retiro casi inexpugnable, casi sordo y con la vista crecientemente disminuida. Arreglaba la mayoría de sus asuntos por correspondencia. Su única compañía fueron una empleada doméstica y los animales –conejos, dos teros, un yacaré, un carpincho y algunos cuervos–. A uno de los escasos parientes que seguían visitándolo le dijo: “Cuando uno es joven, publica con mucha audacia. Los años demuestran los errores, inclusive idiomáticos”.

Hacia el final de su vida decidió no escribir más y dejarse tragar por el misterio. Murió el 23 de diciembre de 1951, aquejado de cáncer al estómago. Muchos de sus cuentos aún permanecen sin ser recogidos en libros.

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