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John Le Carré, el espía que llegó al cine

El sábado pasado falleció a los 89 años el novelista que también fue agente secreto y sirvió de inspiración para algunas de las mayores películas del género de toda la historia.

Comenzó a trabajar para los servicios secretos del Rei­no Unido mientras estudiaba alemán en Suiza, a fines de la década de 1940. Luego de enseñar en Eton hasta 1958, se unió primero al Servicio de Seguridad Interna y después al Servicio Exterior británico como agente de inteligencia, operando como agente encubierto, con el cargo de segundo secretario en la embajada británica de Bonn, Alemania.

David Cornwell –ese era su verdadero nombre– tenía como base de operaciones el edificio MI5 en Curzon Street de Londres, que lo proveyó de personajes como George Smiley, contrafigura del estilizado James Bond de Ian Fleming. En 1961 decide seguir los pasos de un colega del MI5, el novelista John Bingham, y comienza a publicar sus primeras novelas. La primera fue Llamada para el muerto, donde debuta ­Smiley, en la que ya resaltaba una prosa cerebral y elegante.

Para Le Carré, el universo del espionaje era “una metáfora de la condición humana”. Sus novelas adoptan la traición y el compromiso moral que implica tener una vida en las tinieblas. Ferviente lector de Poe, en Un espía perfecto (1986) el nombre del protagonista fugitivo, Magnus Pym, rememora a una de las criaturas del escritor norteamericano, fundador del género policial.

Desde la década del 60 sus libros fueron llevados al cine. La primera de las adaptaciones cinematográficas fue la de su novela más célebre, El espía que surgió del frío. La obra ganó el premio Somerset Maugham y el Crime Writers Association Gold Dagger, y fue calificada por Graham Greene como la mejor novela de espías que había leído jamás. Gracias a su éxito, Le Carré deja el servicio diplomático y se dedica de lleno a la literatura. La película contó con una gran interpretación de Richard Burton, quien fue nominado al Oscar por esta actuación. En 1969 se estrenó la película El espejo de los espías, un retrato de la Guerra Fría en la frontera entre las dos Alemanias, en la que descuella un joven Anthony Hopkins.
En El sastre de Panamá, un sastre británico radicado en ese país centroamericano es reclutado por el servicio secreto británico para obtener información relativa al controvertido canal. El protagónico recayó en Pierce Brosnan, quien ya se había fogueado en el papel de James Bond.

Fue muy buena la adaptación cinematográfica de El jardinero fiel, basada en el asesinato de una activista que indaga en los negocios de una empresa farmacéutica internacional, adaptada por el director brasileño ­Fernando Meirelles, quien había alcanzado renombre internacional con Ciudad de Dios. La película permitió a Rachel Weisz alzarse con el Oscar a mejor actriz de reparto.

En 1989, con la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, la crítica literaria temió que Le Carré pudiese quedarse sin material novelesco. El escritor se encargó de demostrar cuán equivocado estaba el pronóstico: sus novelas posteriores fueron aún más atrapantes y abordaron temáticas candentes como la del tráfico de armas (El infiltrado), la lucha contra el terrorismo (Amigos absolutos), los siniestros intereses de las compañías transnacionales y el lavado internacional de dinero. La mayoría de las novelas de este período también fueron llevadas a la pantalla e, invariablemente, fueron éxitos de taquilla.

Sus libros vendieron más de sesenta millones de ejemplares y se publicaron en casi cincuenta países. Pero hasta el final siguió siendo visto como un espía dedicado a la literatura. En todas las entrevistas, casi sin excepción, le preguntaban por su vida pasada. En uno de los últimos reportajes que concedió, Le Carré manifestó su preocupación por la actualidad de los servicios secretos, tan diferentes a lo que habían sido en su época: “Ahora están al servicio del poder, proporcionan información para sostener sus mentiras. Cuando yo me dedicaba a eso, nos considerábamos los buenos periodistas: conseguíamos verdades para arrojárselas al poder. La diferencia con los periodistas es que estábamos autorizados a emplear otros métodos, como hablar con traidores, ser desleales, pinchar teléfonos y toda esa basura”.

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