Presentan un programa para apoyar a la industria musical y promover su desarrollo
El proyecto busca ofrecer herramientas a músicos para realizar eventos a lo largo del país.
MúsicaDurante décadas enteras fue uno de los grandes entretenimientos populares. Luego se fue opacando de manera irremediable. Una cineasta que vive en nuestra ciudad le dedicó una película.
01/10/2021 - 00:00hs
Fue sinónimo de felicidad para muchas infancias. Frank Brown, a comienzos del siglo XX, se convirtió en el primer artista-empresario que hizo gozar al circo de inmensa popularidad. Antes de empezar las funciones repartía chocolatines entre los chicos que se asombraban al reconocer que ese señor tan simpático era el mismo que luego hacía extraordinarias acrobacias en el número “salto mortal a caballo”. Pero este artista inglés alcanzaría su mayor fama como payaso, rol al que llegó por casualidad. Una noche, y sin haberlo planeado, tuvo oportunidad de comprobar su vis cómica. Salió a escena y, aparte de unos cuantos saltos y ágiles muecas, sacó un silbato para entretener al público. Frank soplaba y soplaba, pero nada. Examinó primero un extremo, luego el otro, agitó el silbato con fuerza, pues parecía estar lleno de tierra. Mientras tanto, el público, creyendo que se trataba de un número cómico, reía con ganas. De pronto, un gran soplido hizo que la tierra que atascaba el silbato saliera con fuerza y pegara en la cara del maestro de pista, al mismo tiempo que se dejaba oír el sonido del instrumento. Esa noche nació su nuevo oficio. Los picaderos del Politeama, San Martín, Skating Rink, Buckingham Palace, Coliseo, Hippodrome y los de todo el interior del país lo aplaudieron a rabiar.
Nuestra ciudad tuvo la célebre presencia de Pepe Podestá, apodado “Pepino”, porque así lo llamaban en su casa. Un payaso ingenioso, de personalidad propia, que deleitó con su vivacidad a varias generaciones de argentinos y uruguayos, y cuyo picadero estaba en 10 y 48, en el actual teatro Coliseo Podestá. Pepino enseñó a hacer pruebas a sus amigos y hermanos, y con ellos formó una compañía circense. Tenían un payaso, pero la noche del debut se suicidó por angustias de amor. Se enfrentaron a un dilema: ¿qué hacer con un circo sin payaso? Con una sábana su madre le confeccionó un traje embolsado. Era demasiado blanco, se le ocurrió llenarlo de parches redondos y negros. Tomó una vieja levita de su padre, la deshizo y, doblando un pedazo, sacó del centro, con un tijeretazo, un parche en forma de disco; de un solo golpe había hecho cuatro lunares negros y al desdoblar el pedazo de género cortado apareció el número 88, que pegó en los fondillos. Arriba pintó, en grandes letras: “El gran Pepino”, de modo que el público leyó: “El gran Pepino 88”. Y con ese nombre artístico sería conocido. Se hizo inmediatamente popular con canciones improvisadas, entre ellas: “No deja de ser basura/ la basura que se barre./ Y aunque a los aires se suba/basura queda en el aire”.
El circo ha sido numerosas veces abordado por el cine. Raquel Ruiz es una directora nacida en Córdoba, pero radicada en La Plata desde hace muchos años, y ha hecho un largometraje sobre el poeta e intelectual cubano Roberto Fernández Retamar, titulado El Quijote del Caribe. Recientemente ha presentado Como el viento, una película que retrata la idiosincrasia gitana en un barrio de los márgenes de La Plata. Pero antes hizo un cortometraje, Lona y viruta, una elegía al mundo en retirada de los circos. Allí está presentado, con sencillez y sensibilidad, las andanzas del Circo de las Américas, la errancia impenitente de esos seres que son capaces de sacudirse la adversidad con un movimiento de hombros, para seguir ese incierto camino cuyo horizonte es la risa de un niño. La película –que puede verse en YouTube– nos permite asomarnos a un mundo casi extinto cuya contemplación produce tanta alegría como desconsuelo.