En nuestra
época la letra escrita tiene características propias que es importante detectar para comprender
una de las claves de estos tiempos.
El gran código común de nuestra época continúa siendo la letra escrita. Aunque en ese campo se produjo un cambio radical en un lapso relativamente breve: cien años antes solo una de cada cinco personas en el mundo sabía leer y escribir; se descontaba que eran habilidades propias de las clases acomodadas y, dentro de ellas, de los hombres. Pero hacia 2025 la cuenta se invirtió: en todo el mundo solo uno de cada cinco adultos no sabía leer y la diferencia de alfabetización entre hombres y mujeres se redujo drásticamente.
La escuela, en cualquier caso, cumple un rol decisivo. Con los cambios de las condiciones de vida, no ser capaz de leer se había convertido en un hándicap crucial. Basta decir que es la base para que los chicos del mundo son formados para encarar su vida adulta, el mecanismo de normalización más eficiente de nuestros días. Asimismo, la educación se extendió a niveles nunca antes vistos: la universidad, la educación específica profesional.
La enseñanza universitaria se volvió ineludible para cualquiera que quisiera conseguir un buen puesto de trabajo, un lugar de prestigio en su sociedad. Las únicas personas exitosas que no han pasado por la universidad suelen ser los íconos de la cultura pop: músicos, actores, deportistas. Es imposible entender nuestro tiempo sin estudiar de algún modo nuestras universidades, sus sistemas de transmisión de saber, sus disputas de poder.
La situación hoy en nuestras universidades es crítica, con un capítulo dramático en materia salarial. La pérdida de quienes trabajamos en las universidades públicas es de una gravedad inusitada; con un porcentaje enorme de docentes y no docentes percibiendo un salario por debajo de la línea de la pobreza, cuando no de la indigencia. Esto compromete uno de los núcleos de la universidad pública, pues pone en riesgo la continuidad de los cuadros académicos, de administración y de servicios esenciales para su funcionamiento.
Recapitulando, las letras están en todas partes: en diarios y revistas, en carteles y publicidades y en los mensajes que miles de millones de personas se intercambiaban. La muerte del lenguaje escrito, tantas veces pronosticada en las décadas anteriores con el avance de los teléfonos celulares, se había contenido y las letras gozan de una circulación que nunca antes habían conocido.
Generaciones enteras habían imaginado que cuando las grandes mayorías estuvieran alfabetizadas se lanzarían a leer y a consumir eso que entonces llamaban “cultura” y que solía asimilarse a lo escrito. No pareció ser el caso: la circulación de libros todavía era importante en el denominado Mundo Rico, pero parecía claro que, incluso en él, las nuevas generaciones los estaban abandonando frente a otras maneras de narrar.
La mayoría de los libros aun se publica en formato papel. Se publican cada año en el mundo unos tres millones de títulos (entre los nuevos y las reediciones de los viejos). El país más prolífico era China con 440.000; lo seguía Estados Unidos con 300.000. Los libros de papel mantienen aun cierto prestigio; los eléctricos avanzaban, pero menos de lo previsto. No se habían difundido como al principio amenazaban.
El libro eléctrico ofrece ciertas ventajas: cada texto cuesta, según los casos, tres o cuatro veces menos que el papel y, por supuesto, está siempre disponible, en cualquier lugar y momento, y no destruía árboles. Por lo tanto, representa una opción que ya ahora se propaga en varios campos: que los contenidos no dependan de un continente único sino que pudiesen aparecer en muchos.
Lo cierto es que los libros conservan -más allá de sus formatos- ese lugar de reserva última de los saberes y del arte que habían acaparado durante siglos. Lo cual les da un plus de prestigio que resulta ilusorio. Aun la enorme mayoría que no lee, asume de algún modo confuso que escribir un libro resulta algo prestigioso.