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En 1928, en un hospital de Londres, Alexander Fleming descubrió la penicilina, lo que redujo drásticamente la cantidad de muertos por infección. La casualidad jugó un papel importante.
31/03/2023 - 00:00hs
Muchos de los más destacados descubrimientos en la historia científica han sido el resultado de una caprichosa combinación de curiosidad y azar en contacto con mentes inquietas, capaces de interrogarse sobre fenómenos aparentemente triviales. Algo de eso ocurrió con Alexander Fleming y su descubrimiento de la penicilina.
Fleming nació en Lochfield, cerca de Darvel, en el condado escocés de Ayrschire. Era el hijo menor de una humilde familia de ocho hermanos. Desde su infancia mostró una gran capacidad de asombro y un estoicismo ejemplar. Nunca faltó a clases, a pesar de que la escuela de Kormanrock —la única que podían solventar sus padres— quedaba a muchos kilómetros de su hogar, y por entonces no existía transporte escolar.
A los 14 años, se mudó a Londres para vivir con su hermano mayor, que subsistía con la miseria que le pagaban ejerciendo como dentista. El joven Alexander, desde su llegada, se desenvolvió en varios empleos, como el de “botones” y escribiente en un despacho de negocios marítimos. Pero el destino le tenía preparado algo diferente. Una tarde acompañó a su madre a la estación de trenes y luego se puso a deambular por las calles de Londres, antes de regresar a su hogar; en medio de la trama intrascendente de aquel regreso, escuchó unos gritos desesperados pidiendo auxilio. Era un niño, más o menos de su edad, quien se había caído al agua al romperse un barranco. Lo curioso es que, un par de años más tarde, Fleming pudo ingresar a la Facultad de Medicina gracias a la ayuda económica que recibió de la familia por haber salvado la vida de aquel niño —que era su hijo— cuando estuvo a punto de morir ahogado.
Al finalizar la Primera Guerra Mundial —donde intervino como capitán médico—, se incorporó de pura casualidad al Servicio de Inoculación del Hospital Santa María de Londres —dirigido por el reconocido bacteriólogo Sir Almroth Wright—. No fueron sus brillantes calificaciones ni la medalla de oro que obtuvo al graduarse en 1908, sino sus habilidades en una destreza que nada tenía que ver con la medicina: el tiro al blanco. En efecto, el servicio de bacteriólogos deseaba perfeccionar su equipo de tiro y, al averiguar entre los graduados, apareció un tal Alexander Fleming, quien a fines del siglo XIX se había alistado como voluntario en un regimiento de escoceses para pelear en la Guerra de los Bóeres.
Fleming afirmó años más tarde ante un auditorio de jóvenes estudiantes: “Hay quien piensa que los estudiantes deberían pasar todo el tiempo estudiando medicina y renunciar a los deportes. No estoy de acuerdo. (…) El estudio de la medicina requiere mucho más que conocimientos adquiridos en los libros. (…) No existe mejor manera de aprender lo que es la naturaleza humana que entregarse a los deportes, y sobre todo a los deportes de equipo. Cuando se pertenece a un equipo, uno juega no para uno mismo, sino para su bando. Este es un maravilloso entrenamiento para vuestra futura vida de médico, ya que el doctor debe jugar el juego de la vida no para sí, no para su éxito material, sino para el bien de sus enfermos… Hagan deporte y aprovecharán mejor lo que lean en los libros”.
En 1928, Fleming trabajaba controlando investigaciones bactereológicas, cuando una placa quedó afectada por una colonia de hongos, y advirtió que los estafilococos del cultivo habían quedado “lisados”(muertos) a una distancia considerable del hongo “invasor”. Esta feliz circunstancia de nada hubiera servido —otro científico en su lugar hubiera probablemente desechado la muestra— si no hubiera sido iluminada por la feliz idea de Fleming, quien supuso que el hongo, o una sustancia segregada por él, tenía un efecto bactericida que había que investigar. Finalmente, cultivó el hongo, y el líquido del cultivo fue capaz de inhibir el desarrollo del estafilococo en otro cultivo; como el hongo pertenecía al género “penicilum”, el caldo resultante de su cultivó sería bautizado penicilina. El descubrimiento le valió el Premio Nobel. Hasta el final, señaló que su hallazgo no era una panacea, sino algo que exige “prudencia en el médico y disciplina en el enfermo”, ya que su uso exagerado puede acarrear desequilibrios intestinales y su empleo en enfermedades leves puede engendrar en el paciente una resistencia contraproducente para cuadros de gravedad.