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Juan Bautista Vairoleto, un héroe para los vencidos

Para el poder era un cuatrero; para los pobres, un vengador. Acumuló un larguísimo prontuario de robos cuyo botín compartía con los más necesitados.

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06/03/2023 - 00:00hs

"Fue entonces, junto al mostrador, que le dijo a Don Recaredo: –Después de que me retire, hágame el favor de decirle a esos milicos que el que estaba comiendo al lado de ellos era Juan Bautista Vairoleto”, reconstruye el autor pampeano Néstor Adolfo Rubiano en su libro Más allá de la frontera... Vairoleto. Como si continuase una cábala absurda, quienes lo recuerdan afirman haberlo visto apoyado contra una pared de adobe junto a su Winchester 44, portador de tanta fama como él, y al lado una bolsa negra para que nadie desconfiara de que había elegido ser gaucho.

El historiador británico Eric Hobsbawm contó que a mediados de 1950 percibió que “las mismas historias y los mismos mitos sobre ciertos tipos de bandidos que eran portadores de justicia y redistribución social” circulaban en diferentes países. En ese sentido, el bandido social “desafía simultáneamente el orden económico, social y político”. A diferencia del delincuente común, nunca abandona a su grupo social de origen y pasa a la historia como vengador. O, en el caso de Juan Bautista Vairoleto, un auténtico héroe para los vencidos.

Hijo de inmigrantes italianos, Juan Bautista nació el 11 de noviembre de 1894 en la inhóspita llanura pampeana, más precisamente en la localidad de Eduardo Castex. Era el segundo de seis hijos de un matrimonio de inmigrantes italianos. Cursó hasta quinto grado de la escuela primaria y ejerció diversos oficios. Aprendió de su padrino a ubicarse por las estrellas, interpretar el vuelo de los pájaros, comunicarse con los caballos y conocer las rastrilladas indígenas. Padecedor de las miserias de una infancia difícil, atravesó la idea de atraer la suerte. Acusado de asaltos y asesinatos, su figura comenzó a tomar relevancia en las diferentes comisarías, pulperías y hogares a partir de 1919. Por entonces se enamoró de Dora Pérez, por quien el comisario Elías Farache también mostraba interés. Ambos tuvieron una pelea feroz y Farache terminó con un balazo en el cuello.

Vairoleto fue acusado de homicidio y encarcelado en la ciudad de Santa Rosa hasta 1921. No obstante, empezó a ser considerado un justiciero fuera de la ley, mientras aún frecuentaba casas de juego y prostíbulos. Su cabeza estaba a precio en cuatro provincias: Mendoza, Buenos Aires, La Pampa y Neuquén. La gente lo ayudaba a huir y así como le proporcionaban alimentos, abrigo y cuidados, también le advertían cuando la policía olfateaba cerca de él. Hacia la década del treinta, las autoridades lo hacían responsable de cualquier asalto o muerte ocurrida, pero la sombra de Vairoleto permanecía incólume: un fantasma al que se lo perseguía sin mayores resultados.

Tiempo después conoció a Marcos Vallejos, apodado el Gaucho. Cuenta el historiador Hugo Chumbita que, a diferencia de Vairoleto, este último no tenía el carácter de restaurador de un cierto orden violado por los poderosos, ni tampoco la generosidad que caracterizaba a su amigo en el reparto de los botines. No obstante, ambos se convirtieron en célebres bandidos rurales. Marcos jamás imaginó la importancia que tendrían los caballos hasta convertirse en un nómade más de las travesías de su amigo, tampoco sabía hasta entonces de la importancia de no actuar cuando la lealtad de los participantes no estuviera garantizada. Les bastaba mirarse para saber cuándo había conformidad y cuándo fastidio, con el respeto que se tienen los hombres abocados a una convivencia en la que cualquier error puede costarles la vida.

A principios de la década del cuarenta, se organizó una persecución policial dispuesta a terminar con Vairoleto. Finalmente, lo sorprendieron huyendo en General Alvear, provincia de Mendoza, y le dieron muerte en la madrugada del 14 de septiembre de 1941. Luego de su muerte, comenzaron a atribuirle poderes erigiéndolo como un santo pagano y su tumba –en General Alvear, Mendoza– pasó a ser objeto de culto sistemático, asignándole la virtud de doblar las balas de la policía y salvar a sus devotos de un trágico final.

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