cultura
La elegante extravagancia de una poeta uruguaya
María Eugenia Vaz Ferreira no publicó ningún libro en vida, pero su obra poética sobrevivió a su muerte temprana.
Nacida en un país de célebres mujeres poetas, María Eugenia Vaz Ferreira consiguió a través de su obra ganarse su lugar. A pesar de que desde sus orígenes estuvo signada por la falta de visibilidad y que ningún libro suyo vio la luz mientras vivió, sus poemas aparecerían en las principales revistas literarias y fueron incluidos en antologías diversas. Incluso llegó a ser considerada “sin disputa, la primera poetisa de América y la más grande que ha tenido el país”.
Se crió en Montevideo y fue una de las poetas que integró la llamada Generación del 900. Era hija de una familia acomodada: su padre, Manuel Vaz Ferreira, culto acaudalado comerciante portugués, y la madre Belén Ribeiro Freire, maestra uruguaya con ascendencia portuguesa y española, de origen patricio, hija de un diplomático lusitano. María Eugenia fue la menor de tres hermanos, junto a Carlos -filósofo y ensayista- y Manuel, que falleció a los pocos días de nacer. Su infancia transcurrió en largas temporadas en la amplia quinta de los abuelos maternos, en la calle Buschental del Prado. Cuando su padre emigró al Brasil por razones económicas, donde fallecería, Carlos, su madre y ella -de nueve años- fueron cobijados por la familia materna que les prodigó una vasta y cuidadosa formación.
“Era inquieta y caprichosa; revolvía los salones del gran mundo con la tempestad de sus risas”, escribía Osvaldo Crispo Acosta (Lauxar), recordando el éxito de sus lecturas en sociedad. Su primera intervención pública fue con el poema Monólogo en un festival del Club Católico de Montevideo, en 1894. Tenía menos de 20 años y una actitud desafiante que alimentaba el aura excéntrica de su incipiente figura de autor, una construcción creíble para sobrevivir como poeta en un medio asfixiante para las mujeres como el del Novecientos. Escribió Paul Minelly: “La recuerdo mimada y querida por doquier; festejada por su espiritualidad y elegante extravagancia, por su reputación intachable de señorita (cosa muy bien cotizada en aquellos tiempos)”.
Su figura pública de poeta se basó casi por entero en una performance ligada a la idea baudelairiana de que “el poeta dandi se crea a sí mismo como figura social en la modernidad”. Este perfil rebelde–carente de la fijeza de la escritura–, sumado a la dificultad de configurar un corpus disperso, lleva a Romiti a comprender la revisión hecha por Alberto Zum Felde, cuando se encuentra con el primer libro de la poeta, publicado por Carlos Vaz Ferreira en 1924, pocos meses después de la muerte de su hermana: “Dijimos alguna vez que la obra de esta poetisa era menos interesante que su persona misma, significando con ello que su espíritu no había llegado a cuajar en poema de esencia original y duradera. Hoy debemos rectificar esa opinión”.
Lo cierto es que fue secretaria en la Universidad de Mujeres y ocupó la Cátedra de Literatura de la misma institución. Siete años después su estado de salud la obligó a abandonar ambos cargos, siendo reemplazada por Alicia Goyena (el alejamiento estuvo precedido por reiteradas solicitudes de prolongadas licencias). Son pocos los datos biográficos, de modo que testimonios y leyenda se entrecruzan y la describen como anticonvencional, transgresora, bohemia, extravagante, desaliñada. Sin embargo, también coexistió en ella una mujer sociable que concurría al Club Uruguay y estaba en contacto con intelectuales de nuestro país y del exterior.
La poesía de María Eugenia fue acompañada por sus incursiones en la música, la plástica, el teatro y otros géneros literarios. Tras las luces de una juventud de promesas y glorias mundanas –con la madre imponiendo pretendientes para que se convirtiese en una mujer casada–, su vida se fue reduciendo a un confinamiento voluntario, regado por instancias de infelicidad, soledad y enfermedad, que se cerraron en su muerte temprana.