Al principio fue una aparición, que luego se convirtió en leyenda urbana. La historia de la escalofriante mujer aún no se ha disipado en los alrededores del barrio.
Lo mejor va a ser dormir un rato”, dijo el taxista cuando cerró de un portazo su vehículo de regreso de una pequeña incursión contra un árbol obligado por los caprichos de su próstata. A esa hora de la noche no circulaba nadie, ni siquiera en la zona de Plaza San Martín. Escuchando la radio se quedó profundamente dormido. “Probables lluvias por la noche”, fue lo último que escuchó. Un ligero picoteo en el vidrio lo trajo de las profundidades del sueño. Creyó que había comenzado a llover.
Recuperando lentamente la lucidez, advirtió con los ojos cerrados la rareza de que las gotas golpearan solo contra el vidrio del conductor. No eran gotas, sino dedos, largos y finos como clavos. Era una mujer enteramente vestida de negro, con un gran sombrero y un tul cubriéndole el rostro. Parecía recién salida de una fiesta de disfraces. El taxista le abrió la portezuela trasera y estuvo a punto de hacer un comentario jocoso. La piel extremadamente pálida y traslúcida de las manos y la seriedad de los ojos negros que se adivinaban detrás del velo le hizo guardar silencio durante todo el viaje.
Por el espejo retrovisor advirtió el cuello largo y triste, la cara angulosa y fría, los huesos descarnados de los brazos. Parecía venir de otra época, salida de esas fotos antiguas de abuelos en sepia cuyos nombres ya se han olvidado. Fue tal la atmósfera lúgubre que la mujer transmitía con su presencia que al taxista no lo asombró que la mujer le pidiera llevarla al Cementerio. No pudo impedir que se le escarchara el alma cuando vio a la mujer perderse en uno de los laterales del camposanto hasta difuminarse en las sombras.
Nunca supo bien por qué, el conductor del taxi bajó y quiso seguir, a prudente distancia, a la mujer, por ese paisaje brumoso, y con paso cauteloso se internó en esa oscuridad inmóvil. Lo único que encontró fue la súplica de un gato que miraba con el lomo erizado hacia lo más hondo de la calle.
Walter Schiaffino, el taxista, fue el primero que comenzó a hablar de “La Viuda Negra”, al principio en sobremesa de amigos o en su parada habitual. Disimulaba su visible inquietud con una risita forzada, tal como se vio en un programa de televisión abierta, donde la cámara lo mostró frotándose un pie con el otro y las manos permanentemente inquietas, diciendo que él nunca había creído en “apariciones”, pero que esa mujer era diferente y que cualquiera en su lugar habría sentido lo mismo que él había sentido esa noche. Así comenzó a rodar la bola de nieve de una superstición.
El 28 de noviembre de 2004, la revista Tiempos publicó un artículo que recogía diferentes testimonios de vecinos del barrio La Loma que aseguraban haber visto una misteriosa mujer vestida de negro paseándose en varias calles y desafiando la inocencia de los testigos incrédulos. La descripción era coincidente a la hecha por el taxista en cada una de sus apariciones públicas. Los que pasaron cerca de ella comprobaron que en sus ojos la noche se hacía abismo. Los horarios de los avistajes siempre eran hacia la medianoche y en la zona del Cementerio. Un programa amarillista apostó a un periodista y un camarógrafo en el lugar, a la espera de cazar una de esas apariciones. Luego de muchas noches de frío y tedio interminables, fingieron seguir a la distancia una figura negra que se movía a lo lejos, pero ni siquiera se esforzaron en alcanzarla, seguros de que los resuellos angustiados y las palabras entrecortadas exageradas por el miedo podían bastar para captar la atención de los televidentes.
El Cementerio Municipal tiene su horario de cierre a las 18. Pero, precisamente cuando se encontraba cerrado es cuando se veía a “La Viuda” y sus enigmáticos merodeos en la zona, que no parecían responder a otro fin que la desolada búsqueda de algo que no terminaba de dar por perdido.
Herminda, una bruja de Ringuelet, como si reiterara minuciosamente una escena actuada muchas veces, dijo con voz impostada a uno de los periodistas porteños que vinieron a fisgonear: “Los muertos quieren vivir en paz”. Y fundamentó sus dichos: “Los muertos a veces regresan en busca de respuestas que no encontraron en vida”. Nadie ha vuelto a ver a “La Viuda”. Quizá encontró las respuestas que andaba buscando, o se resignó a que ni toda la muerte alcanza para contestar ciertas preguntas.