cultura

Atahualpa Yupanqui, un paisano decidor

Tenía una sabiduría criolla hilada durante largos años de payador por el mundo. Diario Hoy recuerda algunas de esas enseñanzas que, sin afán de dar cátedra, supo expresar con su guitarra.

Un Pergamino, el 31 de enero de 1908, nació Héctor Roberto Chavero, quien se llamó a sí mismo Atahualpa Yupanqui. En sus canciones supo sintetizar el dolor de la tierra y sus esperanzas más secretas. Decía que los artistas no tienen biografía sino destino, y el suyo lo supo desde que escuchó la primera música de su infancia –las espuelas de plata de su padre–: cantar.

Un día fue a comprar un barril de cinco kilos de yerba y, de yapa, el almacenero le dio un ejemplar del Martín Fierro, en papel de estraza. Se lo aprendió de memoria. Así aprendió el mundo del gaucho. Aunque el prefería decir paisano: “Paisano es el que tiene país adentro, porque nacer en la Argentina nacen muchos…”.

Tendría 13 años cuando leyó a Nietzsche, Schopenhauer y Cervantes, pero se terminaba todo cuando oía una guitarra. Aquellas aldeas con una estación de ferrocarril y algunas casas, como Agustín Roca (donde su padre era empleado de ferrocarril), no tenían casa de cultura ni teatros; lo que había era canchas de pelota, y allí cantaban aquellos paisanos.

Cantaban de noche y sólo algunas veces su padre lo llevaba. Cuando tenía que quedarse, se consolaba tocando la guitarra con dos cuerditas y dando conciertos para él solo. “Cuando yo necesito musitar mi salmo profundo, voy a la guitarra”, decía.

Baguala, vidala, estilo, zamba, chacarera, milonga, así aprendió a expresarse. En la soledad comenzó a decir sus cosas, traduciendo en su canto el misterio del pasaje que lo rodeaba. Quería lo imposible: hacer sonar el silencio en su guitarra. Lo que sólo sabe el árbol. Por eso siempre sufrió mucho con la deforestación: “Póngale al norte de Santiago del Estero, donde todavía queda algún árbol. El hombre que se pone el hacha al hombro cuando todavía está la estrella arriba, el lucerito, y va al monte y empieza a hachar; desde el primer golpe de hacha se ausenta el ave. Y esa ave no vuelve más; porque hacha todo el día y hacha mañana y hacha pasado y termina con este algarrobo, con este quebracho y sigue con el otro y en poco tiempo esa comarca se vuelve una comarca sin árboles y sin pájaros”.

Caetano Veloso dijo que Atahualpa tenía “la voz de la tierra recién sembrada”; Silvio Rodriguez dijo que fue “el padre de la canción latinoamericana”. Una noche de 1950, en París, el poeta Paul Eluard lo invitó a su departamento. “Traiga la guitarra”, le advirtió. Ahí conoció a Edith Piaf, quien lo invitó a compartir el escenario del Olimpia, con estas palabras: “Les presento a Atahualpa Yupanqui, un músico de mucho talento, a quien dejo cerrar el espectáculo. Escúchenlo como lo merece”.

Detestaba la estandarización de la música, a los que cultivan la baratura y la vulgaridad. Tampoco se llevaba bien con quienes escriben dos zambas y una canción de protesta. Decía que el mensaje no se da con una canción, sino con la vida entera: “Mensaje es Tagore, mensaje es Cristo, mensaje es Chazarreta tocando danzas y nunca hablando de mensaje; pero lo dejó. Mensaje es Ricardo Rojas, es Martínez Estrada; a eso llamo yo mensaje”.

Decía que en el folklore hay mucha resaca. Algunos lo llamaban amargado; y él replicaba: “¿Amargado de qué? Si a mí hace cuarenta años que me va bien, desde el punto de vista personal; lo que me va mal es desde el punto de vista universal; me va triste”. Pasó pobrezas, angustias, rebeliones, tristezas, olvidos, ingratitudes; él mismo se acusaba de haber sido “ingrato y olvidador”; pero nunca dejo de cantar. Fue su manera de seguir.

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