A comienzos
de 1983, en un barrio de la periferia de
La Plata, un misterio estalló en todos
los medios.
En diciembre de 1983, en calle 600 entre 2 y 3, montó su escenario un fantasmagórico elenco cuyas furtivas funciones, en lugar de entretener, produjeron espanto. En las calles flacas, angustiosas, sufridas del barrio de Villa Montoro, se habían instalado los “enanitos verdes”.
Ocurrió en una casa abandonada, que en otros tiempos había sido una pulcra vivienda roja en la que vivían un hombre muy anciano y su sobrino. Un día, ambos se marcharon sin avisar y abandonaron la casa. A los pocos días, los vecinos ya habían desvalijado la vivienda. El último de los ladrones fue el que advirtió una rareza. Cuando huía con su mísero botín, tropezó y escucho una risa burlona y desafiante. Se dio vuelta, por la puerta abierta no se veía a nadie. Solo el arbusto de la vereda retorcido como una mano furiosa gesticulando contra un cielo sin nubes. Volvió a tomar su carga y, cuando estaba a punto de salir, sintió un murmullo ininteligible alzándose como una amenaza. Salió corriendo.
El testimonio se extendió. Al principio, fue recibido con risotadas. Luego, una serie de enigmáticas circunstancia trajeron el temor.A principios de diciembre de 1983, la pintura roja de la casa se había desteñido hasta un rosa opaco que se descascaraba en feos parches. Como se habían robado hasta los marcos, las puertas y las ventanas, desde fuera, parecían ojos ciegos. Augusto Prado, un obrero paraguayo que estaban de paseo con su perro, escuchó ruidos extraños provenientes de la vivienda. El perro se adentró a curiosear y salió aullando como si le hubieran rajado el vientre. El hombre shockeado acompañó al perro en su huida.
Una noche, próxima a las fiestas navideñas, un grupo de niños, atraídos por unos ladridos que inquietaban la noche, divisaron detrás de un macizo de girasoles movimientos extraños. Al acercarse, notaron que había unos seres verdes de baja estatura, que trajinaban indiferentes a la observación de los niños. Cuando se les preguntó lo que vieron, sólo se refirieron al aspecto repugnante de las criaturas y a sus gruñidos. Esos mismos niños, con otros amigos, se dirigieron la noche siguiente hacia el que, sospechaban, era el cuartel general de los enanitos verdes. Comprobaron que los mismos gruñidos escuchados en el campito se repetían en el oscuro interior de la vivienda.
Los vecinos discutieron si llamar a la policía o al periodismo. “A partir de ese momento, se empezó a comentar de boca en boca y se convocó a gente que fue a investigar qué pasaba; hasta que mandaron un periodista a averiguar. Así empezó la locura de los enanitos verdes”, afirma Marcelo Metayer, investigador de misterios de la ciudad e integrante del grupo La Plata Ciudad Oculta.
Los informes periodísticos de la época daban cuenta de la presencia fuertes ruidos procedentes de la vivienda vacía, sombras no identificadas, risas súbitas y grotescas, gruñidos disuasorios. Intervino el Instituto de Investigaciones Cosmobiológicas, las autoridades policiales, y una inspección municipal. Todos tuvieron algo que declarar pero ninguna respuesta clara. Aunque el periodismo siguió el caso con tozudez de perro hambriento, parecía más dispuesto a mantener vivo el misterio que llegar a una explicación.
Con el correr de los días, los vecinos se sobrepusieron al asombro y siguieron adelante con sus vidas. Los niños olvidaron que alguna vez tuvieron miedo de esa casa y la usaron como escondite. Los únicos gruñidos que volvieron a escucharse en esa casa fueron los de los perros vagabundos, celosos guardianes de su nueva guarida.